En su blog, “El salto del Ángel” el Dr. Ángel Gabilondo, catedrático de Metafísica, ex ministro de educación e ilustre intelectual, incluye un apreciable artículo titulado “La buena voluntad” en el que escribe:
“De alguna manera, siempre que se busca el entendimiento se ofrecen dosis de buena voluntad, y esto sucede cuando hay interlocutores que desean sinceramente entenderse. Esa tentativa de diálogo, que tiene en cuenta al otro, que persigue alguna forma de coincidencia, apela a la buena voluntad, a la convicción absoluta de un deseo de consenso. Hasta el punto de que es la condición de posibilidad, incluso del desacuerdo. En la conversación mantenida al respecto entre Gadamer y Derrida, sin perdernos en la valoración que cada uno de ellos nos merece, nos sentimos convocados a un debate que nos da que pensar. Atendamos, por tanto, al asunto. Alguien, que por lo que se menciona a continuación no es preciso citar, señaló que “lo decisivo no es quién lo dijo o cuándo, sino cómo funcionan los enunciados”.
Ahora bien, el quién no es indiferente. No basta con la necesaria justificación. La posición y la disposición que se adoptan son determinantes. La buena voluntad empieza por estimar la palabra ajena, por eludir tener razón a toda costa, lo que conllevaría rastrear los puntos débiles del otro. Por el contrario, se trata de intentar hacerlo tan fuerte como sea posible, de modo que su decir venga a ser más evidente y más consistente. Tanto como para añadir valor a lo que se plantea. En una verdadera conversación se ha de escuchar incluso lo que al interlocutor le hace decir, sin quedar prendido de sus expresiones. Esforzarse por comprenderse mutuamente es tanto como reconocer que la postura es constitutiva asimismo de cuanto se diga. Precisamente por ello, la buena voluntad es imprescindible para la justa comprensión.” (A.Gabilondo. La buena voluntad)
Le he remitido a su blog estas someras impresiones:
Su exposición es muy aleccionadora
incluso por lo que advierto que tiene de una concepción moralista
del trabajo intelectual, no se moleste y con todo respeto me atrevo a
insinuarlo, bastante propia de la posmodernidad o si prefiere del
entendimiento de la objetividad como una “fusión de horizontes”.
Creo que podemos distinguir tres niveles: la voluntad de encontrar la
verdad; la voluntad de pactar, negociar y consensuar, que vale en
economía, política y asuntos prácticos mediatizados por lo útil y
conveniente; y por último la voluntad de comprender al otro. Como no
desconoce por supuesto, la primera, virtud intelectual por excelencia
desde Aristóteles y en el fondo para Sócrates; la segunda, virtud
política en el sentido más general; la tercera virtud ética, que
puede lindar con la empatía psicológica y el trabajo de poner en
orden las relaciones humanas y sociales de cada uno. La buena
voluntad en el primer caso es el autosometimiento psicológico a la
verdad, es decir a la prueba, la demostración y el razonamiento
discursivo; en el segundo caso la persecución del bien común, en el
tercer caso la búsqueda del bien del prójimo. Quizá el deterioro
de las relaciones humanas nos crea la ilusión de que todos los
asuntos donde interviene la voluntad dependen del poder de la
voluntad y que por tanto este poder ha de ser bueno para ser
poderoso, perdone tanto juego de palabras. En todo caso la
preocupación socrática con la que sin duda nace la filosofía, o
mejor el filosofar, de poner en relación la voluntad de la verdad y
la comprensión del otro y de sí mismo, para un quehacer conjunto,
enseña la infinitud de este quehacer, poniendo en cuestión, estoy
de acuerdo, la fácil tentación de cerrar los asuntos en
compartimentos estancos. Pero es un signo de los tiempos que se
interprete la enseñanza socrática en la línea de una pionera
terapia psicológica en prejuicio de su dimensión intelectual. Por
desgracia la filosofía pretende salvarse como “ancilla
psicologiae”, lo que no sé si es un buen síntoma, que sin duda
Vd. no padece.
Todo sea dicho en honor de su Blog,
este sí que es un verdadero Oasis en el que la voluntad de poder
parece desvanecerse o cuanto menos tomarse un refrescante descanso.
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