Como es bien sabido, no
pocas veces la admiración por lo ajeno o lo diferente esconde el
resentimiento hacia lo propio. Y eso se nota especialmente cuando esa
admiración es desmesurada y se hace alarde a diestro y siniestro. En
el caso de la admiración que en algunos suscita la cultura islámica,
o más bien en general la civilización islámica, se suele exhibir
no tanto los posibles valores de esta religión del libro y del
estilo de vida que patrocina, sino las aportaciones de la alta
cultura islámica, especialmente la filosofía, la metafísica, la
teología, así como sus avances científicos y matemáticos. Se
destaca además el ambiente de tolerancia y hasta libertad en que se
movió, así como su adelanto en dos siglos a la cultura cristiana
occidental. Aquí se cae a veces en la caricatura: de un lado la
claridad que envolvería a esta alta cultura y con ello, según se
supone, la cultura islámica, de otro el reino de tinieblas y
superstición de la edad media cristiana. Pero no es menor la
resistencia a examinar las razones de que este avance no llevara
consigo la modernización de esta civilización, en contraste
llamativo con el camino hacia la modernidad que tomaron las
sociedades cristianas, especialmente las occidentales. El asunto es
extremadamente complejo, pero sirvan algunas pistas, limitadas, eso
sí, al mundo de las ideas.
En primer lugar la alta
cultura islámica, nacida al amparo de la cultura bizantina y no a
partir del impulso religioso del Islam, constituyó un microclima
resguardado en las cimas de la sociedad islámica sin apenas relación
con la marcha general de la sociedad y de la cultura vigente. Los
poderes gobernantes la ampararon y estimularon como signo de
prestigio y grandeza, al igual que el lujo o los harenes. No es de
extrañar que cuanto más débil era el poder político más se
invocaban estos signos de autoridad que probarían que estos
gobernantes serían elegidos de Alá. Tenemos en España el caso de
las Taifas. Si bien la ascendencia de los sabios y los filósofos fue
notable en las Universidades islámicas, las madrazas, su influencia
se refería a la formación personal de las élites gobernantes y
religiosas más que a la doctrina y filosofía de vida. A diferencia
de ello la alta cultura cristiana creada y canalizada a través de la
Iglesia y las Cortes primero y las Universidades después, estuvo en
una relación orgánica con el resto de la sociedad y la cultura.
En segundo lugar la
filosofía y metafísica islámica fue también un microclima
intelectual dentro del conjunto de la cultura islámica, es decir la
religión. Como es notorio asumió el modelo platónico-aristotélico
de la realidad, que profundizó en parte, pero sin modificarlo en lo
fundamental. También ocurrió así con la alta cultura cristiana,
pero mientras la filosofía islámica buscó la coexistencia con el
credo religioso, la filosofía cristiana busco la fusión con este
credo en busca de un paradigma único. Aparentemente la solución
islámica es mas moderna, pero no debe entenderse en este sentido de
separación entre ciencia y religión. El pensamiento cristiano al
tratar de fundir o poner en relación los principios de la fe y de la
razón se vio obligado a revisar ambos, abriendo un campo ignoto a la
duda y la incertidumbre. El pensamiento musulmán apenas afectó, no
ya a los dogmas de la fe, sino al sentido de esta. En el caso más
extremo Averroes no pudo ir más allá que a reclamar el derecho de
la razón a seguir su camino, dejando inmutable el imperio de la fe
en la vida humana y no es de extrañar que, con todo, la influencia
de Averrores fuera el occidente cristiano. Por eso mientras el
pensamiento filosófico cristiano creó una dinámica que llevaba a
modificar la imagen del mundo, del hombre y de Dios, el pensamiento
filosófico musulmán apenas influyó en la imagen del universo del
hombre y de Dios estipulada por el credo islámico. Así los posibles
puntos de fricción carecían de trascendencia al estar el
pensamiento islámico intelectualmente encapsulado.
En tercer lugar el
pensamiento islámico no se vio apremiado a abordar las
contradicciones y tensiones que sufría el pensamiento cristiano al
ser centro del mismo el drama de la libertad humana y su relación
con la creación y la providencia divina. Para afrontar esto, el
pensamiento cristiano se vio obligado a ir más allá del modelo
platónico-aristotélico, mientras que el fatalismo que propiciaba el
credo coránico invitaba a acomodarse en este modelo. Es así
paradójico que mientras la fusión del modelo clásico griego con el
cristianismo condujo a la superación del mismo y a la formación de
los paradigmas científicos y ético-políticos característicos de
la modernidad, la coexistencia de este modelo con el credo islámico
condujo al anquilosamiento del pensamiento árabe y al inmovilismo
del estilo de vida islámico.
El Islam ha demostrado
una extrema flexibilidad y pragmatismo para acoger y encauzar las
necesidades constantes de la vida humana compaginando, de forma
eficaz y sencilla, materialidad y espiritualidad, pero a costa de muy
escasa perfectibilidad interior, pues ya es un modelo de vida
perfecto y acabado que el hombre debe obedecer. Aunque en estas
condiciones la filosofía, que es el arte del cuestionamiento
racional, pudiera florecer ocasionalmente, sólo podía hacerlo como
las especies exóticas de un jardín, llamadas a mostrarse en
ocasiones excepcionales. Y así cuando falta esta motivación el
jardinero puede cansarse. Viene al caso por ello la paradoja de que
la alta cultura islámica haya influido más en la cultura occidental
cristiana e incluso judía que en en el mismo Islam.
Claro que esta
argumentación parte del supuesto de que la modernidad que ha
protagonizado Occidente es algo valioso, salvadas las pegas que toda
obra humana merece, especialmente porque propone la perfectibilidad
de la humanidad, aunque sea fácil equivocarse en el camino. Quien
piense que la modernidad es un traspiés o una desviación del estado
de perfección en el que siempre podemos estar, tiene motivos para
no ver el anquilosamiento de la alta cultura islámica y el
alejamiento del Islam de la modernidad como un problema. Siempre
queda en todo caso achacar a los otros, es decir a nosotros mismos en
algunos casos, la responsabilidad por las dificultades que con estado
de perfección o sin él acarrean la marcha de las cosas y de la
historia.
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