¿TIENE
LA ÉTICA ALGUNA UTILIDAD PARA LA VIDA?. A PROPÓSITO DE UN ENIGMA DE
F. NIETZSCHE.
Que la
moral es útil para la marcha y la pervivencia de la sociedad está a
la vista de todos. Sin la aceptación a gran escala de unos criterios
mínimos sobre lo bueno y lo malo, lo aceptable e inaceptable, sin el
respeto de ciertas normas morales y la correspondiente vigencia de
usos públicos conformes a ello, la convivencia social sería
prácticamente inviable y la vida personal de todos y cada uno de los
miembros de la sociedad no sería menos insoportable. Se da
frecuentemente el caso de que la sociedad en su conjunto o partes de
ella sufren una “crisis de valores” y se pierde la confianza
sobre lo que está claro o debería estarlo, de la misma manera que
en situaciones desesperadas sigue fluyendo la vida colectiva como si
fuera posible arrastrarse por el fango del inframundo, así cuando
las colectividades conservan cierto pulso cotidiano en medio de las
guerras y las catástrofes, o cuando se ven envueltas en
persecuciones, genocidios y todo tipo de bajezas. Aún en estos casos
extremos se procura conservar un mínimo de pautas malviviendo con la
esperanza de que llegarán tiempos mejores y las aguas volverán a su
cauce. El horizonte interminable de un mundo desolado, sin vida en
común y sin perspectiva de mejora, parece humanamente inimaginable.
La vigencia y el cumplimiento de la ley tampoco parecen posibles si
falta el aliento moral, la voluntad colectiva de la que emana
teóricamente cualquier derecho y legalidad. Todos sabemos que donde
faltan las virtudes cívicas el derecho es una farsa.
Hasta tal
punto hay acuerdo sobre esto que se tiende a concebir la moral como
un instrumento y un invento destinado a conservar la unidad social,
de modo que la moralidad, privada de su utilidad y valor
instrumental, quedaría sin razón de ser. La tendencia a concebir
las normas, valores y usos morales desde premisas utilitaristas es
la lógica consecuencia de estos supuestos, con lo que vemos en
ello expedientes de los que se vale el egoísmo colectivo y
las necesidades de la cooperación social. El hombre moral es el que
de antemano se aviene a asumir la cooperación social como principio
de su conducta personal, moderando con ese fin sus impulsos egoístas.
Resulta en ese marco pertinente preguntarse sobre la utilidad de
proceder moralmente desde un punto de vista personal. ¿No es tan
evidente como lo anterior que según demuestra hartamente la
experiencia no pocos de los que obran inmoralmente a sabiendas
encuentran ventajas en su comportamiento?. ¿No estamos hartos de
preguntarnos por el sentido de un mundo que tiende a castigar al
inocente, incapaz como es de reparar una mínima parte de las
injusticias que en él se producen?.
El
principio utilitarista de que conviene más a todos vivir
moralmente, o con un mínimo de moralidad, y que por tanto
todos debemos seguir conductas morales y aceptables socialmente,
supone que quienes siguen este principio pueden percibir, o tienen la
expectativa de percibir, un beneficio personal. El problema se
plantea entonces en términos de si el seguimiento de las pautas
morales es útil personalmente. Supuesto que la sociedad funcione en
mayor o menor medida, y que por tanto se siguen ciertas pautas
morales, tiene sentido preguntarse si es beneficioso a título
personal comportarse justamente y de forma moral. Parece como si cada
uno tuviese que decidir si le conviene más ser un elemento social o
antisocial a la luz de las circunstancias particulares de su vida.
Sócrates y Kant entrevieron el dramatismo que subyace al problema de
la motivación moral. Fundar esta exclusivamente en la conveniencia
social y derivar la moralidad de las necesidades de la cooperación
social conduce a un círculo vicioso y un callejón sin salida desde
el momento en que el individuo ya es miembro de la sociedad y no se
puede plantear realistamente el problema en los término de que de su
decisión depende la posibilidad de la vida social y por ende su
supervivencia personal. Esto sólo procede imaginativamente pero sin
visos prácticos.
El
asunto pertinente es si la moralidad tiene un fundamento ético o si
basta la utilidad social. Tanto Sócrates como Kant defendían lo
primero tan radicalmente que podían llegar a la conclusión de que
la ética no tiene deuda alguna con la moral, en el caso de que
entendamos por ética lo referente a la estricta integridad personal
y la moral a la bondad de las relaciones con nuestros semejantes.
Como es sabido para Sócrates uno no puede vivir sin un mínimo de
integridad personal, pues si uno se sabe indigno e inmoral se ve
emplazado a existir como si estuviese enajenado, fuera de sí mismo,
o más explícitamente como dice H. Arendt conviviendo con un
malhechor. Esto ofrecería una explicación razonable al tan
constante autoengaño por el que nos aferramos a ignorar los
principios morales que nos deberían guiar. Por su parte Kant pone
el dedo en la llaga al no poder encontrar un motivo suficiente por el
que sea preferible actuar racionalmente o egoístamente, según su
terminología, salvo la consideración de la dignidad y autoridad de
la razón. Con ello el comportamiento ético no sólo carece per se
de recompensa y hasta de utilidad sino que se caracteriza por esta
incondicionalidad de hacerse sin búsqueda de provecho. Se podría
así aceptar que la moralidad pudiese ser útil e incluso necesaria
para la convivencia social pero de ninguna manera la ética, es
decir el cuidado de la dignidad personal.
Si se
acepta que la moralidad es indispensable en vistas a la cooperación
social, hay que asumir la paradoja de que esta necesidad no
vincula personalmente si uno puede montarse su vida inmoralmente. Así
lo que vale para la sociedad no tiene por qué valer para cada
individuo en la medida que éste pudiera aprovecharse de las ventajas
de una sociedad que funciona con un mínimo de moralidad y
legalidad. Por eso ante la imposibilidad de admitir esta vía es
preciso suponer que la moralidad tenga al menos en parte una
fundamentación ética.
Desde un
punto de vista humano el problema no es tanto si puede subsistir una
sociedad sin un mínimo de moralidad, es decir de consenso sobre
comportamientos buenos y malos, aceptables y rechazables, pues lo
importante para el hombre no es subsistir sino vivir bien, de forma
digna y humana. ¿Podría soportarse una sociedad que pese a
subsistir fuera manifiestamente infrahumana y sobre todo que no
tuviese visos de llegar a serlo?, ¿podrían las personas vivir sin
esperanza de que fuera reconocida y respetada su dignidad, como si la
tierra fuera un inmenso Gulag, un gheto de sí misma?.
La razón de que esto es imposible está en la misma necesidad
insoslayable de la ética en cuanto que cuidado por la dignidad
humana, la imposibilidad de vivir sin sentirse lleno de dignidad. En
lo fundamental la posición de Sócrates y Kant es impecable por
distintas razones: porque según Sócrates no podemos vivir
sabiéndonos indignos, sólo podemos vivir ocultándonos
nuestra indignidad; porque según Kant siempre en el fondo nos
creemos buenos y pensamos que nuestra maldad se debe a las
circunstancias que nos han desviado a nuestro pesar del buen
camino.
¿Pero
por qué la ética tiene un valor propio sin el cual sería
irrelevante la vida humana?.
H. Arendt
llamaba la atención sobre el hecho de que quienes rechazaban los
crímenes nazis ofrecían como razón que “no podían admitir”
tales actos. Esto nos pone sobre la pista de que la dignidad humana
se construye sobre lo que no podemos bajo ningún concepto o
circunstancia hacer ni consentir, antes que por lo que tenemos que
hacer. Decimos en efecto que no podemos hacer tal o cual cosa pero no
decimos en términos éticos que podemos hacer esto o lo otro, en
lugar de ello cuando hablamos en términos afirmativos decimos que
debemos hacer esto o aquello. Creo que hay dos razones plausibles
para ello. En primer lugar lo que no podemos hacer o admitir aparece
de forma nítida e indiscutible, pero no así lo que podemos hacer,
entendiendo en este caso el poder como la preparación para algo y no
la mera posibilidad. No sabemos nunca de lo que somos capaces en
relación al bien por lo que no constituye el ser capaces, el poder
para, la seña de la identidad ético y por consiguiente del
proceder ético teniendo que ponerse en lugar de ello el deber ser.
Una de las razones por las que la eticidad se expresa
prioritariamente en términos normativos y de deber es el hecho de
que nuestra capacidad hacia el bien queda indefinida. Si fuera tan
claro aquello de lo que somos capaces en vistas al bien como de lo
que no podemos, sobraría la coacción interna que expresa el deber
como traducción de la necesidad de la acción.
En
segundo lugar el no poder tiene predominio sobre el poder porque
marca el límite de nuestra integridad. Hacer aquello respecto a lo
cual uno no puede hacer lleva consigo la propia negación como sujeto
moral, es el no poder vivir consigo mismo que se expresa con la
culpa, la vergüenza y el remordimiento.
En
términos éticos hay que distinguir entre nuestra condición de
persona por la que gozamos de dignidad como seres libres, y nuestra
responsabilidad ética por la que nos encontramos en la tesitura de
estar a la altura de nuestra libertad. Lo que nos define en este
sentido no es tanto lo que podemos sino lo que no podemos, aquello
que de aceptarlo nos aniquilaría. ¿Pero qué decide ese “no
poder”? Su origen no es ninguna norma ni autoridad externa, ni
mucho menos una elección personal en base a un sistema de
preferencias. Elegimos asumir no poder hacer o admitir, pero la
convicción de lo que no es posible es una fuerza interior que nace
al unísono que nos abrimos a lo que tiene valor. La fuerza de lo no
posible éticamente es relativamente variable en su configuración
histórica pero brota de un tronco común como es el valor de la
persona, siendo así que se nos presenta como no posible lo que
contraviene la raíz de la persona en su dignidad y libertad.
La moral
en cuanto normas y usos socialmente buenos y admisibles no procede
sólo de la necesidad de salvaguardar la cooperación social, también
expresa las necesidades de vivir humana y dignamente de acuerdo con
la eticidad. Que este aspecto tienda a quedar sepultado bajo las
necesidades prácticas que llevan a priorizar los usos tendentes a
funcionar más eficazmente y procurar la continuidad de los niveles
de vida establecidos, no impide que sea un elemento indispensable del
orden moral. En cierta manera la vocación de la eticidad es guiar
la dirección de la cooperación social insuflando a la moralidad de
su más elevado sentido. Pero como las urgencias y exigencias de la
vida cotidiana sólo admiten esa dirección de forma harto
condicional y quebradiza, y como, a pesar de ello, la moralidad no
puede dejar de reflejar esas exigencias (por ejemplo actualmente es
ilustrativo el caso de “lo políticamente correcto” versión
posmoderna de la beatería y el puritanismo) hay una tendencia
natural a que la eticidad, como impulso natural hacia la dignidad, se
petrifique en la moralidad y esta sólo se reconozca nominalmente en
la eticidad.
Esta
propensión de la moralidad hacia lo rutinario y convencional mereció
la feroz repulsa de F. Nietzsche, para quien, por cierto, no cabe
distinguir entre la moralidad y la eticidad, entre la conveniencia
social y el impulso a la dignidad humana. Mientras proclama la
utilidad de la moral para la sociedad, de la que sería su guardián
conservador, ve en ella al mismo tiempo el obstáculo más
importante para la vida. Como es bien notorio, o debería serlo, la
vida es para Nietzsche el impulso interno de la cultura, la fuerza
creativa que eleva la cultura hacia valores superiores. La moral en
tanto que esclava y salvaguarda del orden social es, por
contrapartida, el principal anestesiante de la vitalidad cultural.
¿Pero tiene sentido desnudar la moralidad del aliento de la eticidad
circunscribiéndola a la conservación de las conveniencias
sociales?. La propuesta nietzscheana se basa en la posición de fondo
de que ni la moralidad ni ninguna forma de vida tienen ningún
fundamento absoluto y sólo expresan un momento del juego entre la
conservación y creación de valores. Así la moral invierte el
orden destinado al incremento de los valores al hacer depender este
incremento de la aquiescencia general de la sociedad, con lo que
queda tal posibilidad condenada al fracaso, pues la sociedad sólo
aspira conservarse. Pero si apostamos por que la eticidad tiene su
propia fuerza en la vida humana, nos podemos preguntar de igual
manera si esta tiene utilidad para la vida entendida en los términos
nietzscheanos. Es decir si es necesaria no sólo para la civilización
sino también para la cultura. ¿Es comprensible la cultura y en
particular la creación artística sin la motivación ética, sin el
impulso interior a dignificar al ser humano?. ¿No es esta
profundización el vector secreto que mueve a sentir y expresar en
las mas formas más diversas más altos valores de los actuales?. No
digo que ese sea el leit motiv de la cultura, ni el incentivo
exclusivo para elevarnos a valores superiores, pero es parte
necesaria e imprescindible. Al fin y al cabo la dignidad humana no
descansa sino en la condición de estar abiertos a lo valioso y con
ello a incrementar el valor de los bienes presentes elevándolos
hasta valores superiores. Para Nietzsche ese impulso es la vida
misma, su misma raíz, que se sostiene así misma y, por decirlo
así, utiliza al ser humano para incrementarse. Es el hombre el que
ha de estar a la altura de la vida y no viceversa. El hombre aparece
así al servicio de la necesidad de la cultura como producto autónomo
que se retroalimenta incesantemente. Pero en la perspectiva de
Nietzsche no es fácil aceptar algo que podría ser obvio, que el
movimiento de ser más propio de la vida, el incremento del valor, no
es otra cosa que la expresión interior de la humanidad del hombre.
No estamos ante un simple utensilio de la vida por necesario e
indispensable que parezca, sino ante el poder de sentir los
valores y por tanto de darles en esta forma virtualidad. ¿En qué
forma se mueve sino la cultura y la creación humana?