jueves, 29 de agosto de 2013

LA SALVACIÓN DE LA FILOSOFÍA EN EL BACHILLERATO.



Aunque la reforma del sistema  educativo sea  impostergable, uno de los daños colaterales de la reforma Wert es la postergación de la Filosofía en el Bachillerato. Naturalmente este asunto resulta demasiado exquisito para ser considerado en los debates de brocha gorda al uso, dirigidos a mantener el prestigio de los principios más solemnes sobre la educación mientras ésta  se arrastra por el polvo. Jugar con la Filosofía al gato y al ratón es un hecho recurrente desde la implantación de la LOGSE. Entonces se hicieron con la riendas del ministerio de Maravall equipos de profesores universitarios de psicología y psicopedagogía dirigidos por A. Marchesi, gurú de la reforma especialmente querido por las hornadas de profesores que se iniciaron con la LOGSE, quien como Aníbal con Roma, tenía jurado odio eterno a la Filosofía. Se argüía que, a diferencia de la Psicología, ciencia fetén sobre la conducta humana,  la filosofía era una pseudociencia  decrépita y desprestigiada. Naturalmente esto lo pueden decir quienes estudian los aspectos de la filosofía que acreditan su ignorancia de la filosofía.  J.M. Aznar repuso el desaguisado bien por convencimiento o bien por llevar la contraria a su adversario. Zapatero tuvo la tentación de reducir la filosofía a escombros como Cartago, pero esta sólo se salvó al injertarse en ella algo tan espectral como la teoría sobre el espíritu cívico, quedando la actual fórmula, Filosofía y Ciudadanía. Al final acabó pesando más el sueño de nuestro Akenaton postmoderno de educar a los españoles en las “virtudes republicanas” cual Cicerón redivivo, que el impulso a condenar el estudio de la filosofía por la presunta inutilidad de esta. Supongo que algo tendría que ver el ministro Ángel Gabilondo en este apaño que al menos alargó la vida de la Filosofía. Ahora con la reforma Wert parece que la furia tecnocrática y el ansia de templar a los españoles en el ideal de la competitividad a ultranza hacen de la filosofía una especie a extinguir sin remisión. No es una buena noticia. La filosofía tiene una sólida presencia en la educación cultural española, a diferencia por ejemplo del mundo anglosajón e incluso los países nórdicos, y esto merece la pena aprovecharse. Con todos sus defectos y su difícil encaje en un mundo abocado al especialismo y al pragmatismo más ciego, la filosofía es el único oasis en el que los estudiantes pueden hacerse una idea por somera que sea de lo que significa pensar, e incluso hacerlo con un mínimo rigor. El único antídoto alternativo en definitiva contra la tendencia implacable a fragmentar la imagen del mundo en un caos de partículas dejadas a sí mismas. Precisamente cuando todo se fragmenta hasta la extenuación y a la vez cada persona es más un átomo librado al azar, un intento de saber, eso es la filosofía, que mide la relación entre la integración y la diversificación, se hace más urgente aunque aparezca tanto más inútil. Pero lo peor no es tanto la tendencia, lógica para los tiempos que corren, de las altas esferas de ir suprimiendo esta incomodidad. Las nuevas generaciones de profesores y estudiantes universitarios de Filosofía propenden a especializarse en las tendencias postmodernas que hacen del cuestionamiento de la filosofía, so capa de “pensamiento metafísico”, su obsesivo leit motiv. En este ambiente la filosofía como intento de saber  se reduce más bien a la interpretación historicista de la historia de la filosofía. Predomina más la desintegración conceptual que el intento , sospechoso de hacerlo, de integración como si toda propuesta de saber careciera de sentido ante lo único aceptable, la deconstrucción de toda aventura. La aspiración socrática a conocerse así mismo autocuestionandose críticamente tiende a degradarse en lo que sería parecido al proceder de la fieras que tienen que comerse sus miembros cuando son atrapadas por un cepo. La prevención deconstructiva parece necesaria como remedio a las ínfulas tradicionales de la filosofía como gran saber sistemático sobre lo absoluto, pero es difícil que los burócratas que diseñan el sistema educativo no interpreten esta inocente prueba de honestidad como la prueba definitiva de la inutilidad de la filosofía, siendo por otra parte también impensable que los jóvenes que acceden a la filosofía no se vean precipitados a las excitaciones de un deporte de riesgo antes de saber los rudimentos de la escalada y la natación. Una vez baje la adrenalina todo puede volverse banal sino te has estrellado antes. Como le ocurrió al general romano Sila cuando Roma estaba acometida críticamente por Mitridates en Atenas y trastocada por el demagogo Cinna dentro de sus murallas, ahora la materia de la Filosofía se ve socavada tanto desde fuera como desde dentro. Sólo que ahora no se ve la fuerza que pueda tener la filosofía para salvarse.

martes, 27 de agosto de 2013

LA VUELTA AL LABERINTO.




La imaginación griega situó al Minotauro en el fondo  del Laberinto, palacio singular obra de Dédalo  el más sabio arquitecto, donde disfrutaba de la infame y lujuriosa Pasifae  y de las doncellas ofrendadas por el temerosos y vengativo Minos rey de Creta. El Minotauro es el producto de la atracción humana por la animalidad. Es el monstruo más aterrador porque la animalidad toma posesión de la cabeza que es el verdadero don humano. Al contrario que el centauro Quirón dechado de sabiduría que emerge con sus atributos humanos de su cuerpo animal. El Laberinto sirve de refugio al monstruo pero también protege a la civilización al tenerlo satisfecho en su interior con los restos de la ignominia humana. Es el mundo de Minos, para el que la civilización es el fruto de un pacto con la animalidad, pacto en el que el hombre se despoja de su humanidad a cambio de sobrevivir. La civilización que Teseo inaugura al tomar venganza del Minotauro está libre de la hipoteca con la animalidad y es hija de la piedad. Pues sólo la piedad movió al héroe a liberar las doncellas y exterminar al monstruo. Ese es al menos el ideal mítico de la civilización fantaseado por los griegos y luego por el cristianismo, la de una fuerza movida por la piedad que protege a los más débiles. Picasso se imagina un mundo en el que el Minotauro camina ciego por la ciudad guiado por una muchacha inocente que en su mano porta una paloma. El gran artista se entrega y da forma al nuevo mito popular de nuestro tiempo, el mito de la pasión ciega guiado por la inocencia y la paz. La muchacha que originalmente debía estar sacrificada a las pasiones monstruosas deviene guía de una fuerza de la naturaleza entregada y domesticada librada a la fatalidad de su sino, como Antígona guiaba sin rumbo a su desgraciado padre Edipo ciego al saber de su falta inocente. Igual que la piedad guiaba entonces a la sabiduría ciega, trata de guiar ahora a la animalidad domesticada, de acoger en el mundo a la pasión desmontada. Pero toda obra de arte tiene otra cara. Como en el mito edípico lo que se pretende y ambiciona esconde lo que se teme. ¿Puede convivir con el mundo tan dócilmente la pasión y la animalidad?, ¿puede existir una pasión desmontada?, ¿es la inocencia y el deseo de paz capaz de guiar lo indomable o es sólo la etiqueta y la buena forma que ilustra a la barbarie antes de que llegue a la sazón?. No se olvide que mientras Picasso renovaba el mito del Minotauro con su serie portentosa, se solicitaba para Hitler el premio Nobel de la Paz.

jueves, 22 de agosto de 2013

EL GRAN MASTURBADOR POSTMODERNO.





Una de las tendencias más prominentes del pensamiento postmoderno hunde sus raíces en  las ensoñaciones rousseaunianas hasta el punto que  es en gran parte un pensamiento postrousseauniano. Es roussoniano en tanto que ve la sociedad como un aparato constrictivo de la individualidad. La supresión de la costra normativa que gobierna las relaciones sociales es la condición necesaria de la liberación del individuo. Mientras para Rousseau quedaría libre la buena  voluntad pervertida hasta el egoísmo, la postmodernidad apuesta por la liberación de la energía creadora, que es el único atributo no contaminado de la individualidad. La conciencia moral que para Rousseau es el centro irreductible de la personalidad sería también para la postmodernidad una construcción normativa por la que el individuo queda al servicio de la sociedad, es decir de los poderes anónimos coactivos. La postmodernidad no puede creer por ello en la capacidad de los individuos para concertarse en un cuerpo político del que dependan las normas y reglas sociales. La libertad del individuo sólo puede emerger por un movimiento de deconstrucción de las reglas que afectan a la realidad personal, deconstrucción que ha de concretarse en el movimiento simultáneo de construcción inédita de la propia subjetividad. Como el ABC de esta actividad es la ausencia de modelos, ya que esto marca la dependencia que hay que deconstruir, la reconstrucción de la subjetividad es un movimiento auto modélico llamado a exprimirse hasta el límite de al autosatisfacción. De esta manera se cuida de caer en los desvaríos totalitarios a los que la fe rousseauniana en la voluntad general es tan proclive, pero a costa de dejar malparado el instinto social, como si esto también fuera  una construcción convencional al servicio de los intereses dominantes. El ideal postmoderno ya tiene cada vez menos que ver con el superhombre nietzscheano, desde el momento que esta idea veía en la tarea deconstructiva un medio al servicio de un interés normativo que suena a nuevos delirios coactivos. El verdadero ideal podría ser el “Gran masturbador” que imagina Dalí, para el que todas  las células de la persona son los más microscópicos homúnculos de uno mismo. Nada de uno mismo puede escapar a la propia creación, en un movimiento en el que crearse es también autoconsumirse. Se puede decir que no en vano la obra de Dalí inspira los alientos más secretos de la postmodernidad. Este borra la diferencia entre la persona y el personaje y presenta la obra como la encarnación de la creación de sí mismo. Las Meninas preludiaron la visión moderna por la que la obra al salir de las manos del autor era propiedad del público. Dalí pretende que el público se sumerja en la obra como si fuera la masa que sigue los designios del gran líder, que habla a través de su obra y no es más que la expresión del autor. El personaje Dalí abarca toda su obra y queda presente en ella sin poder nada más adherirse a ello. El aura de la obra es el mismo autor como personaje de sí mismo. El público es el alimento que la obra deglute y transforma en parte de sí misma. Pero aunque obedezca al mismo espíritu provocador y transgresor del Dadaísmo, la postmodernidad no aspira a aguijonear con sus desplantes a la sociedad, para  que esta se vea ante el espejo de su deformidad como Dorian Grey. Después del Holocausto la pretensión de alterar el orden moral mediante la irreverencia estética suena a obscena frivolidad. Por otra parte  la postmodernidad como retoño predilecto de la sociedad consumista dedicada a  masturbarse cotidianamente, asume  la familiaridad de esta con el afán de novedades, la asimilación de cualquier iniciativa social como parte de un espectáculo que no es otra cosa que mero espectáculo. No hay lugar para la catarsis que Aristóteles asignaba como la principal función del drama, y por extensión a la obra de arte. Se trata de jugar con el afán de novedades, de la misma forma que los grandes modistos juegan con el público. Estos atraen y seducen de la misma manera que se hace creer a quienes juegan a sentirse provocados que son los verdaderos artistas cuando lucen sus prendas.

sábado, 10 de agosto de 2013

LA ACTUALIDAD DE LA FE.



Por poco profunda que sea la fe, es inevitable que se vea asaltada por   la duda, hasta el punto que ambas tienen que  coexistir sin remedio ni solución. Seguramente lo que define al creyente que se atreve a adentrarse en los vericuetos de su verdad y no se limita a reafirmarse en ella porque “así lo necesita”  no es una fe a prueba de bombas, como sólo el fanático o el que se suma rutinariamente a lo creído puede tener, sino una fe condicionada por la parquedad del comprender,  una fe en suma avalada Y excitada por las necesidades del corazón y del sentimiento. San Manuel Bueno, el ego  poético de don Miguel de Unamuno, encontraba consuelo en su labor pastoral y el trato con su gente, pero a costa de sustituir su angustia religiosa por el más allá por la angustia moral de faltar a la coherencia entre lo que hace y lo que siente. En puridad su angustia religiosa no era tal, porque no creía. Pero quería creer y le angustiaba su falta de angustia. Don Manuel al no creer en la vida eterna  y al asumir esta falta de creencia angustiosamente se convertía en un personaje moderno y anacrónico a la vez. Porque el hombre moderno no cree en la vida eterna pero ni se angustia ni se ocupa de no creer. Simplemente no es consciente de lo que significa creer o no creer. Pero los agudos filos de la fe y la duda acucian necesariamente a quien por poco que se descuide tiene que mirar lo que se viene encima. Ahora la tensión entre la fe y la duda no se debate en torno a la salvación del alma y al más allá de esta vida, sino en torno a lo eterno de esta vida. ¿Cabe la fe en nuestros semejantes y en uno mismo?, ¿cabe tener fe en la capacidad del ser humano de no verse sobrepasado por su mismo poder?, ¿cabe  la fe en los motivos de la solidaridad de los seres humanos?. Parece que al menos hoy en día la preocupación por la salvación personal y la inmortalidad del alma sólo tienen sentido en la perspectiva de la salvación colectiva de la humanidad.  Como le ocurría a Don Miguel queremos creer en ello porque necesitamos creer, a pesar de que la razón apenas ofrezca  pruebas endebles y decepcionantes. Pero también hemos aprendido a no tener una fe ciega en la razón, fe que llevó a buena parte de nuestros antepasados a la locura o a la desesperación. Hoy la fe en la humanidad ha de abrirse paso a pesar de las veleidades irracionales de la razón, quizás para poner a la razón en su sitio.
                    

LA ESENCIA DE LAS NACIONES



Las naciones son realidades históricas, no entes metafísicos. Se asemejan más a una bola de nieve que rueda ladera abajo que a un megalito que permanece inmutable al paso del tiempo. Buscar la esencia y el origen de una nación es como tratar de dar con los copos de nieve que la originan. Lo mismo cabe decir sobre su destino, es vano esperar que el rodar de la bola de nieve obedezca a un fin o una meta. Es la misma continuidad del movimiento lo que le da consistencia y la hace parecer como un ente acabado desde siempre, pero su sustancia es todo lo que reincorpora y agrega en su movimiento, en la medida que todo lo incorporado deja de ser material extraño para tornarse fundamento para la continuidad de este movimiento. Recordando a Ortega y Gasset  la nación no es la extensión de un núcleo homogéneo que se repite en todos sus partes por igual, es la unificación constante de realidades diversas y dispares que llegan a alcanzar una cierta armonía y cohesión. Hay naciones que tienden a depurar lo diverso, otras, España es un caso ejemplar, que depuran lo homogéneo sin llegar a suprimirlo, y sobreviven en la tensión entre sus partes. Pero que el contorno de la nación se tale a través de las más diversas y azarosas contingencias históricas, no significa que su realidad, es decir su presente, sea algo informe y modificable como un trozo de plastilina o desmontable como un puzzle. Los que creen en tal presunta artificialidad dejan todo a expensas de la voluntad del momento, pero aunque los vínculos presentes tengan un origen en parte fortuito y azaroso, igual que una persona pudo nacer de una noche loca que ni siquiera los amantes recuerdan, esos vínculos son el arranque de las múltiples posibilidades de felicidad y de vida de cada sociedad. Constituyen en definitiva el cedazo del que parte la existencia colectiva. Por muy  sospechosa que sea su paternidad lo que legitima a la nación es que esta sea en la práctica una unidad de convivencia, en el que la convivencia entre las partes ofrece a los ciudadanos de todas las partes más posibilidades de felicidad y justicia que cada parte ofrecería por separado. Hacen falta razones muy poderosas, más poderosas que la apelación a esencias y orígenes vaporosos que sólo los triunfadores pueden reconocer y comprender al imponerlas, para deshacer la bola de nieve si esta ampara y recoge los derechos ciudadanos y los vínculos históricos que permiten las relaciones humanas. Siempre que el todo sea una unidad de convivencia y de derecho razonable, en caso de conflicto corresponde a la parte que quiere separarse la carga de la prueba. Su legalidad histórica provendría de su triunfo político, pero su legitimidad moral de que pueda ofrecer razones convincentes de que los motivos de distinción sólo pueden salvarse separadamente y de que los motivos de unidad no son beneficiosos para todos, incluidos quienes los desprecian e impugnan. En política importa lo primero y apenas lo segundo puede mover a hilaridad, pero aquí no hablamos de política sino de convivencia.