Por poco profunda que sea la
fe, es inevitable que se vea asaltada por
la duda, hasta el punto que ambas tienen que coexistir sin remedio ni solución.
Seguramente lo que define al creyente que se atreve a adentrarse en los
vericuetos de su verdad y no se limita a reafirmarse en ella porque “así lo
necesita” no es una fe a prueba de
bombas, como sólo el fanático o el que se suma rutinariamente a lo creído puede
tener, sino una fe condicionada por la parquedad del comprender, una fe en suma avalada Y excitada por las
necesidades del corazón y del sentimiento. San Manuel Bueno, el ego poético de don Miguel de Unamuno, encontraba
consuelo en su labor pastoral y el trato con su gente, pero a costa de
sustituir su angustia religiosa por el más allá por la angustia moral de faltar
a la coherencia entre lo que hace y lo que siente. En puridad su angustia
religiosa no era tal, porque no creía. Pero quería creer y le angustiaba su
falta de angustia. Don Manuel al no creer en la vida eterna y al asumir esta falta de creencia
angustiosamente se convertía en un personaje moderno y anacrónico a la vez.
Porque el hombre moderno no cree en la vida eterna pero ni se angustia ni se
ocupa de no creer. Simplemente no es consciente de lo que significa creer o no
creer. Pero los agudos filos de la fe y la duda acucian necesariamente a quien
por poco que se descuide tiene que mirar lo que se viene encima. Ahora la
tensión entre la fe y la duda no se debate en torno a la salvación del alma y
al más allá de esta vida, sino en torno a lo
eterno de esta vida. ¿Cabe la fe en nuestros semejantes y en uno mismo?,
¿cabe tener fe en la capacidad del ser humano de no verse sobrepasado por su
mismo poder?, ¿cabe la fe en los motivos
de la solidaridad de los seres humanos?. Parece que al menos hoy en día la
preocupación por la salvación personal y la inmortalidad del alma sólo tienen
sentido en la perspectiva de la salvación colectiva de la humanidad. Como le ocurría a Don Miguel queremos creer en
ello porque necesitamos creer, a pesar de que la razón apenas ofrezca pruebas endebles y decepcionantes. Pero
también hemos aprendido a no tener una fe ciega en la razón, fe que llevó a
buena parte de nuestros antepasados a la locura o a la desesperación. Hoy la fe
en la humanidad ha de abrirse paso a pesar de las veleidades irracionales de la
razón, quizás para poner a la razón en su sitio.
Incorporo apuntes de Filosofía de primero y segundo de Bachillerato a palo seco que sólo tienen sentido como punto de arranque para comentar y dialogar, cosa que intenté en mis clases quizás con algo de voluntad y no mucho acierto. También introduzco comentarios y sugerencias más otoñales que primaverales por si hubiera algo que filosofar. La ilusión declina cuando se pasa del asombro a la perplejidad. Pero tal vez también el pensamiento escriba recto con reglones torcidos.
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