domingo, 16 de febrero de 2014

CINE SIN EVASIÓN.



“El árbol de la vida” de Terrenc Malick me ha parecido la película más atrevida y desconcertante de nuestro tiempo. Aborda una temática inaudita con un desbordamiento estilístico rayano en la temeridad, alcanzando la perfecta simbiosis característica de una obra consumada. Por la temática, orbita en el universo de los Dreyer, Rossellini y si se me apura Bergman.
Sería muy rácano reducir esto a un cine religioso, si se considera tal una visión religiosa del mundo y de la vida o el subrayado de una doctrina de este tipo. Estamos más bien ante la imposibilidad de que el hombre se evada de su ser espiritual, y asistimos así en estas obras a lo que es la vida desde la perspectiva del espíritu. En el caso de Mallick no estamos ante una historia que muestre lo que es la vida en alguno de sus puntos críticos sino que la historia contada es la vida desnuda y desnudada en la única ocasión que esto es posible, cuando  queda interrogada desde el fracaso y la perdida. Más formalmente es un entrelazamiento de los puntos críticos que constituyen la vida de todo ser humano, tal como los vive su protagonista desde el crecimiento hasta la madurez expuestos como una sucesión de documentos. Una peripecia indisociable del aprendizaje y el reconocimiento. Pero más que un argumento de planteamiento, nudo y desenlace, se despliega una sinfonía con el tema único de la salvación y la redención que se expande y contrae al ritmo del aparecer de los puntos críticos que hacen de la vida un drama que puede ser liberador o desesperante: el enfrentamiento a lo que no tiene respuesta. Sólo la herida profunda e incurable, en este caso la muerte imposible de un hermano y un hijo, nos pone en la necesidad de contarnos lo que somos, de hacer un relato de nosotros mismos. ¿Se puede vivir sin ese relato?, ¿pero es posible un relato mínimamente consistente si lo que le puede dar sentido se muere en el silencio?. ¿Tiene que refugiarse todo interrogante que deambule por lo más grave en el ruego y la ilusión de un falso consuelo?.
La fuerza de la película no radica tanto en la exposición de este drama, sino en la incitación a que el espectador se lo apropie interiormente. El relato, que cuenta el desfondamiento de todo relato y su presunta vacuidad, se ofrece como guión de las intentonas que cada espectador puede ir haciendo al sentirse reflejado. Lo que destaca en ese guión es la confrontación entre la comunicación y el silencio: de un lado el fracaso de la comunicación que aboca en el silencio, hace del silencio el signo de la más impotente hostilidad. Así cuando el protagonista ausente, el hijo que ha de morir se rebela contra su padre con la peor de las maldiciones gritándole: “¡cállate¡”. Es el fracaso de toda la vida, el punto de no retorno de la película. Luego el rememorar es un angustioso silencio que sólo se sostiene con un preguntar silencioso e incomunicable sin respuesta. Parece que se le da la razón a Wittgenstein cuando proclamaba que lo más grave e importante rebasa los límites del lenguaje y por ende del mundo. El autor sostiene narrativamente el silencio en las imágenes que sugieren la trascendencia, los límites irrebasables desde  los que el hombre se siente bombardeado sin parapeto posible. Pero sobrelleva la esperanza con la musicalidad que susurra siempre la posibilidad de una respuesta. El protagonista que trata de encontrar un relato sólo puede ayudarse de fragmentos prestados del lenguaje bíblico ancestral del que está formado buena parte de nuestro universo simbólico. En este intento de recuperación algo empieza a tener significado. ¿Es la misma búsqueda de esta comunicación consigo mismo lo que salva la comunicación humana, lo que revierte la incomunicación en la que se hunde la existencia?. Las preguntas del protagonista parecen ser las de la película y las del drama de la humanidad. El autor ha puesto en acción la interrogación sobre la proporción entre el ritmo de la vida humana y el ritmo del universo al que esta pertenece. Nada puede ser más arriesgado de expresar, sobre todo cinematográficamente. Porque el espectador necesita del cine para evadirse.

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