lunes, 16 de diciembre de 2013

OTROS DOS ACTORES DESAPARECIDOS.



El cine británico tiene desde siempre un estilo inconfundible entre desabrido y enérgico, en constante coqueteo con la transgresión, pero por encima de todo ha aportado una saga de actores colosales de un patrón marcadamente nacional y universal a la vez. Los grandes actores británicos tienen una monumentalidad de la que carece el más democrático y prosaico estilo hollywoodiense y quizá ningún otro cine. Véase sino desde los Barrymoore, L. Olivier, J. Gielgud, A. Guiness, Rex Harrison, R. Donat,  Ch. Laughton, Michael Redgrave, el mismo O. Welles …etc, hasta incluso, más recientemente Sean Connery o Michel Caine. Salvo Burt Lancaster y en algunos registros R. Mitchun o Spencer Tracy el cine americano ofrece otro registro. Los monstruos británicos de la interpretación tienen el aire de familia de la nobleza y las clases dirigentes británicas, que se han creído destinadas a dirigir moralmente el pueblo y a plantar a la gran Bretaña en el centro del universo. Las grandes estrellas norteamericanas incluida la egregia de Gary Cooper están hechas a la medida del público, encarnan lo que el americano medio quiere ser; los británicos, actores antes que estrellas, marcan lo que el público debe comprender y disfrutar. Cuentan para ello con la fidelidad de su público, que han sabido cultivar desde la gloria del teatro isabelino. Por encima de todo destacaría el empaque de estos actores, la precisión con la que se ciñen al tipo que deben interpretar y la elevación de este tipo a algo exclusivo. Este estilo inspirado en la tradición del teatro shakesperiano se recrea en el gusto por la objetividad interpretativa, frente al cultivo de la subjetividad sentimentalista tan típica del Actor,s Studio. Es la diferencia entre la comprensión histórica y cultural de un personaje y su reducción psicologista al común denominador de las sensaciones comunes y cotidianas, en las que el cine norteamericano se mueve como pez en el agua. Quizás en este contexto Peter Otoole haya aportado a este sentido monumental una dimensión inquietante, un guiño a la más recóndita rabia del subconsciente, tal como lo evidencia la radical transformación de la personalidad del héroe Lawrence después de ser violado.
Al igual que la nación británica sus grandes actores se yerguen entre la “Pompa y las circunstancias”, tomando el tema de S. Elgar, entre el orgullo insufrible de su propia grandeza imperial y el más descarnado y objetivo pragmatismo. Los británicos han aprendido a ver las cosas como son, pero con el único fin de extraer de ello el máximo beneficio e interés. El credo británico es primero la Gran Bretaña, después la Gran Bretaña y si queda algo por último el Imperio. Han pasado los tiempos gloriosos pero sigue la inercia. Este pragmatismo se traslada al arte de la interpretación para entender en sus términos justos lo que requiere el personaje y la acción, en la confianza de que el público será fiel. Como siempre el Pisuerga pasa por Valladolid no me resisto a la tentación de remar para casa. Como británicos que son, los escoceses comparten el sentido pragmático y positivista. Los nacionalistas escoceses lo tienen muy difícil porque tienen que jugar a demostrar racionalmente lo que conviene e interesa, a sabiendas de que  serían vistos con oprobio si se lanzan a desenterrar agravios y rencores. El sentido común es una virtud nacional que comparten todos los británicos, y ese sentido no permite fracturar de ninguna manera la convivencia por mucho que sea lo que esté en juego.
Joan Fontaine ha flotado en el mundo del espectáculo como una pluma que reclama unas solidas alas para que la lleven en vuelo. Cuesta considerarla una megaestrella pero su presencia no puede quedar desapercibida, se refiere a algo que de tan quebradizo es inquebrantable. Pero también obliga a mirar de reojo a la espera de que algo explote. En parte encarna el sueño de la americana media de ser dueña de su hogar, sirviéndose de la docilidad y la humildad. Cabría entre los personajes de Walt Disney sino fuera que su humanidad va en serio y casa mal con el aniñamiento moral de esta factoría de puerilización colectiva. Por no extenderme da la casualidad de que la Cate Blanchett de Blue Jasmine ilumina la dimensión de aquel portento interpretativo y del personaje tipo a la que la estoy asociando. Más propiamente parece el contradestino de la Fontaine tópica en la actualidad. Nuestro mundo apenas permite la ingenuidad que idealmente difunde la factoría Disney y la mujer no se puede refugiar tampoco en su nido como si el mundo fuera un espectáculo de fantasía. Si la Jasmine y La Jane Eyre tienen algo de figuras gemelas, la primera es el contradestino de la encantadora joven que transfiguró a O. Welles o que en otro personaje libró a L. Olivier de su tormento sólo por la fuerza de la pureza. En los tiempos que corren es difícil creer que la bondad pueda redimir a nadie y que la inocencia no sea otra cosa que la ignorancia interesada de quien se tapa con sus alas.

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