A pesar de
las escasas posibilidades de que nos toque, la mayoría de españoles nos
convocamos en la lotería de navidad con el convencimiento de que, esta vez sí,
la suerte está al acecho. Se dirá que eso ocurre en todos los sorteos, pues si
no se tuviera esperanza nadie jugaría, pero en este caso no es lo mismo. El
mismo impulso que lleva todos a participar lleva a cada uno a sumarse a los
demás.
Este mismo impulso, el sentir que todos participamos, nos anima a creer
que las oportunidades se multiplican y que lo que es una posibilidad
estadística y racionalmente ínfima se reduce a un cara o cruz. Nos puede tocar
o no, igual que puede salir un día bueno o venir un temporal, todo se reduce a
eso. Que por un día se desvanezcan las cautelas racionales más elementales y
nos entreguemos a la ciega ilusión, que estemos predispuestos a alegrarnos, e
incluso compartir la buena suerte ajena, venciendo nuestra envidia recóndita, indica
lo inmensamente venerable que es la fortuna en la sociedad española. En
realidad es más propio hablar de suerte que de fortuna. Sin duda la
prodigalidad que tiene lugar con esta celebración debe tener arraigo muy
profundo en el espíritu y la tradición colectiva. Tan fuerte que la lotería
nacional merecería el título de verdadera fiesta nacional. Veo más la mano de
la providencia católica que de la fortuna pagana. Sabido es que los romanos
representaban la diosa fortuna en la forma de una mujer con una inmensa
pelambrera que le caía sobre la cara tapándosela y con la mitad de atrás de la
cabeza calva y a la vista. “La ocasión la pintan calva” decimos por eso, hay
que aprovechar la oportunidad cuando se presenta y no dejarla pasar porque, calva
como queda al darnos la espalda, no se puede agarrar. Pero la suerte es algo
que toca, no algo que se coge. Que toque revela la sintonía con la providencia,
la bendición que da la felicidad. Puede haber algo del fatalismo musulmán, tal
como repetidamente advertía Américo Castro de la ascendencia de la creencia en la fatalidad en el alma
hispana. Pero para los discípulos de Mahoma la buena fortuna es como la cresta
de una ola que acaba sumergida en la marea, para los discípulos de Cristo es
como la versión terrena de la salvación, la bolla que te rescata de las
miserias de la vida. Es evidente que para la cultura hispana la vida depende
más de la suerte que del mérito y del esfuerzo. Tal vez porque se crea
profundamente que el esfuerzo cuanto más grande y honesto sea de menos
recompensa puede gozar en este mundo. Ahora bien, por muy arraigada que esté
tal creencia cobra una fuerza inaudita al asociarse a la más sustantiva de las
creencias del catolicismo vital hispano, digo vital que no doctrinal porque
abarca a los muy católicos y los muy anticatólicos, es decir anticlericales, de
doctrina, con una intensidad por lo menos pareja. Me refiero a la fe en la igualdad de los hombres, todos
somos iguales a los ojos de Dios, y a la
sin par tergiversación de esta fe de que en esta vida todos merecemos lo mismo,
de modo que la desigualdad es cosa de injusticia o de circunstancias penosas.
La lotería iguala a todos, pues todos, precisamente debido a la improbabilidad
estadística que nivela a quien tiene muchos boletos y a quien tiene pocos,
tenemos la misma oportunidad. La suerte es la verdadera justicia no mira a quien
y no mide primero el mérito de nadie, precisamente porque nadie tiene ningún
merito o, lo que es lo mismo, todos lo tienen por igual. Resulta curiosa la
inversión calvinista de la providencia al transformarla en predestinación.
Mientras que el catolicismo hispano entiende la vida terrena producto de la
fortuna y la salvación producto del mérito debido a las obras y acciones, el
calvinismo ve la vida terrena como producto del trabajo y de la virtud y la
salvación obra de la decisión sino arbitraria al menos recóndita e inaccesible
de Dios. Mientras que para el catolicismo no cabe verdadera justicia en la
tierra porque la justicia es patrimonio divino, para el calvinismo a lo único a
lo que cabe asirse en el mundo es a la justicia del hombre, siendo la salvación
un asunto que transciende la justicia, o lo que podemos entender por tal. Se
dice que los españoles somos uno de los pueblos mas reacios a admitir el
fracaso, lo contrario de los sajones y gentes del norte que ven en el fracaso
continuado la prueba de que se está dispuesto a triunfar. Por mucho que
subconscientemente la suerte que da la felicidad parezca la anticipación de la
salvación a nadie por estos lares se le habría
ocurrido nunca pensar que es signo de salvación, como hacen los calvinistas que
piensan que el triunfo en el trabajo y en la sociedad es signo de estar bien
predestinado a la vida eterna. Esto tiene que ver con el sentido del fracaso.
Aquí no hay valía personal que sea inmune a la envidia, ni indicativo que pueda
medir la valía de forma incuestionable, pero se roza la unanimidad al hacer del
fracaso la prueba irrefutable de la falta de valía. “El honor es cosa del alma
y el alma solo es de Dios” decía el poeta, pero quien dicta si alguien tiene
honor o carece del mismo, es decir quien determina la valía, no es Dios sino el
juicio público. Nada predispone mejor a la mala reputación que el fracaso, como
nada certifica la igualdad sustancial de todos que la sujeción de todos a la
suerte. Al fin y al cabo el fracaso responde al intento fallido de crear uno
por sí mismo su propia suerte, es la evidencia de que la suerte campa a sus
anchas y no está en nuestras manos. Todavía para muchos rige la sentencia de
Balzac según la que “detrás de una
fortuna hay un crimen”, ….o la buena suerte, podemos añadir. Por eso parece que
celebrar la llegada oficial de la suerte es la mejor manera de festejarnos a
nosotros mismos. No hay mejor ocasión para que el yo personal de cada uno se
fusione con nuestro yo colectivo.Incorporo apuntes de Filosofía de primero y segundo de Bachillerato a palo seco que sólo tienen sentido como punto de arranque para comentar y dialogar, cosa que intenté en mis clases quizás con algo de voluntad y no mucho acierto. También introduzco comentarios y sugerencias más otoñales que primaverales por si hubiera algo que filosofar. La ilusión declina cuando se pasa del asombro a la perplejidad. Pero tal vez también el pensamiento escriba recto con reglones torcidos.
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