El perfil del papa Francisco se torna más enigmático respecto a la acción
cuanto más define su intención. Le urge
a hacer esto la conciencia del declive espiritual de la Iglesia y de la enorme
dificultad de encontrar su lugar en un mundo secularizado que parece estar de
vuelta de los valores y metas que la Iglesia ha avalado históricamente.
Francisco parece suplicar, al estilo de todos los movimientos regeneracionistas
enfrentados a un momento de crisis histórica en el que hay que saltar hacia
delante o desaparecer, la vuelta a las raíces más profundas, en este caso el
mensaje de Jesucristo en toda su pureza, y escuchar la voz de los sin voz. En
cierta manera es lo mismo desde una doble perspectiva. Pero la dificultad de purificarse es extrema porque la Iglesia no se encuentra
en un mundo ignorante y ajeno a los valores del corazón, el amor y la renovación
interior, sino un mundo ya baqueteado durante siglos por ese discurso, al que en
parte ha asimilado y en parte le da la espalda como hacían los Israelitas al
bajar Moisés con la tablas. El cristianismo puede alardear, en lo fundamental
justamente, de haber insuflado en el mundo la fe en la dignidad humana, el valor de la vida
y los derechos humanos, la caridad y el compromiso con los necesitados e
incluso la justicia social y la libertad personal. La historia del cristianismo
hasta hoy es la del encuentro y desencuentro con la humanidad y con estos
valores, con el inconveniente de que muchas de las gentes en principio
destinadas a ser objeto de los beneficios del mensaje cristiano han dado la
espalda a la Iglesia por traicionar esos valores. La tarea de recuperar el liderazgo
espiritual y moral de la humanidad no parte ya desde cero, como en tiempos de Nerón o
Vespasiano, sino de menos cero y parece tan plausible como la de volver a meter la
cerveza con toda su espuma en la botella sin perder la fuerza del gas, tal como
sugería Kant al comentar un conocido chiste. Aunque parezca un absurdo decirlo
en los tiempos de descreimiento que vivimos, la Iglesia podría fallecer de
éxito y es posible que el papa Francisco así lo intuya. En realidad no sería un
fallecimiento súbito sino el final de una larga agonía cuyo comienzo es muy difícil
datar. El hecho es que el mundo se ha repaganizado y Francisco y los más
lúcidos pensadores cristianos están cavilando la manera de iniciar su
recristianización. El éxito del cristianismo es la inserción de la conciencia
humanista y humanitaria en el ADN de la humanidad. Pero en gran parte por su culpa, al hacer de
sierva del poder mundano, y en parte por la presión de quienes han hecho de la secularización una cruzada
contra la religión, la tierra está plagada de hijos del cristianismo que han
renegado de su madre y que ya ni siquiera conciben formar parte de esa
herencia aunque sea para rechazarla. Pero el mayor éxito del cristianismo es lo
que motiva su peor cruz, la cruz con la que tiene que cargar actualmente después
de mucho tiempo de acomodarse en un mundo hecho a su medida. Me refiero a la
íntima vinculación entre su meta final, la salvación de las almas y la anticipación
del reino, y el sacrificio por los necesitados y desheredados de la tierra. Sin
porfiar en profundidades teológicas y doctrinales no está lejos del espíritu del
“Sermón de la montaña” el entendimiento
de la religión como la fuerza que plasma la alianza entre los justos y los
desheredados de la tierra. El mundo ha asumido lo que hay de más mundano en ese
mensaje y da la espalda a la meta de la salvación de las almas. Dicho
groseramente: prefiere la liberación social en nombre del hedonismo y no en
nombre de la felicidad eterna. Por eso los diferentes movimientos sociales
transformaron la promesa del reino por
el logro de la liberación social. Ahora la Iglesia, con el capital de su
autoridad e influencia universal, pero también con el lastre de las ataduras con
los poderes de la tierra, tiene que vérselas con un mundo que entiende todo
mensaje liberador sólo en los términos de la cuestión social y de los derechos
civiles. Un mundo orgulloso de humanizarse pero que sólo quiere ser mundo.
La figura de Jesucristo es demasiado inmensa como para que nadie, ni
siquiera la Iglesia, la pueda abarcar. Sólo se le puede seguir por modelos
intermedios que ofrecen una interpretación radical. Francisco parece vacilar
entre San Francisco de Asís y Savonarola. Entre el reclamo de la conversión a la
vida humilde, enriquecida de pobreza y liberada interiormente para abrirse al
gozo de lo que ofrece la naturaleza y el mundo, y el impulso de ser, como
Savonarola, el azote de los poderosos, de los vicios y de la corrupción social,
ardiendo entre los poderes humanos y contra ellos. Hoy la vía de San Francisco
de Asís no puede llevarse a cabo sin inmiscuirse en las complejidades de las
causas mundanas. Savonarola es la evidencia del peligro de que el exceso de
celo y entremetimiento puedan abocar en el fanatismo y hasta aproximarlo al
demonio. Pues no otra cosa fue el ejercicio de Savonarola de incendiar libros,
arte e incluso objetos de lujo, como si fuera bueno dejar al hombre sin la piel
de su cultura e incluso de sus vicios. Francisco parece decantarse por
recuperar lo social y relativizar la obsesión moralista a favor de las
costumbres tradicionales. Parece
reprochar con justicia la unilateral decantación de la Iglesia a las cuestiones
que encantan a los beatos y beatas, a pesar de que estos/as lo hagan con la
buena fe de buscar por ahí la salvación del alma. No en vano la Iglesia possecular,
incluso la medieval y renacentista, ya desvió el vínculo entre salvación y compromiso
con el pobre hacia un nuevo terreno, el de la defensa de la familia y de las sanas
costumbres sexuales y del orden social. Pero es difícil encontrar cual pudiera
ser la acción que haya de seguir la Iglesia para recuperar el lazo entre
salvación y compromiso social, sin convertirse en un movimiento de liberación
social político al modo que preconiza la teología de la liberación o por lo
contrario en una macroONG, por muy sacrosanta que fuera, como en la práctica
está sucediendo. Y ojo que presentando tal semblante la Iglesia recupera cierta
credibilidad social, aunque no necesariamente espiritual. Da la impresión de
que Francisco está ilusionado en que dentro de la “Iglesia de los pobres” puede
transustanciarse el alimento material en confort espiritual. Pero el paso que
va del compromiso social de carácter político en compromiso social espiritual
no parece fácil de dar ni siquiera de concebir en qué puede consistir, más allá
de las proclamas. A no ser que la Iglesia estuviera dispuesta al sacrificio y
al martirio cuando tuviera que dar testimonio frente a la injusticia flagrante
y a la explosión de la barbarie. La Iglesia perdió la ocasión de dar testimonio
en el momento decisivo del Holocausto. No estaba preparada para ello, ni
siquiera para planteárselo. Por ello y aunque esto pase desapercibido, la losa
que la cubre es demasiado ominosa, no tanto porque desperdiciara una “oportunidad”
histórica de ser fiel a su destino, sino porque sólo ella podía llenar el vacío
del que quedó expulsada la humanidad del hombre. Si la voluntad de Francisco es
prepararla para llenar el boquete de la
capa del Ozono moral que sobrevuela la
atmósfera humana, puede hacer un favor a la humanidad y de paso a ella misma.
Pero la historia aclarará si la preparación de Francisco está a la altura de
algo tan hercúleo, y si los de dentro y los de fuera lo permitirán.
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