domingo, 6 de octubre de 2013

LA CREACIÓN Y LA OSCURIDAD.



La difícil sintonía entre la estética y la ética no afecta sólo al interior de la obra sino a la relación de esta con el proceso de su creación. Es evidente que nuestra relación con la belleza natural no es  la misma que con el  arte. Nadie que estuviera en sus cabales se detendría a disfrutar de las cualidades estéticas de un incendio o de una tempestad que pone en peligro vidas humanas, ni siquiera le pasaría por la imaginación buscar ninguna belleza en esto. Sólo la inmensa lejanía en el tiempo o el espacio, o incluso la ignorancia de las circunstancias, podría hacer abstracción de los efectos humanos. Pero en la obra artística no ocurre lo mismo salvo que sea demasiado evidente la manipulación morbosa. Hay dos puntos extremos donde la ética y la estética pueden entrar en colisión. Uno cuando colisiona la obra y las condiciones de su producción. El otro cuando colisiona la belleza de la obra con su inmoralidad.

La película “The girl” de J. Harrold, en realidad película casi documental, narra el calvario que sufrió Tippi Hedren a manos de A. Hitchcok durante los cuatro de rodaje de “Los pájaros” y “Marnie la ladrona”. El autor vertió sobre la protagonista su pasión y sus complejos, haciendo de estos el instrumento para exprimir la potencia artística de la actriz, y a la inversa, aprovechando la creación para satisfacer su bajeza. Sometió a la actriz artísticamente pero no moralmente. Mientras que Tippi tuvo suficiente carácter para salir indemne en su dignidad de la prueba, es de suponer que Hitchcok nunca volvería a recuperar su estima, tal vez tan perdida en el fondo desde siempre. De forma colateral esto plantea el tema freudiano de si el arte es una forma de sublimación y desviación de los bajos impulsos. Habría que tratarlo aparte pero creo que el caso de Hitchcok no es paradigmático y seguramente tampoco alcanza para él mismo. Es evidente que la película, aunque trata de hacerlo, no agota su fondo porque esto es imposible. Lo único que parece en este caso es que todo su inmenso triunfo artístico no llenó su ego. Volviendo al caso que nos ocupa, lo singular del mismo es el hecho de que la manipulación moral se concentra deliberadamente en unas películas concretas. Ocurre con mucha frecuencia que la carrera de una actriz, normalmente ocurre a mujeres, se ve sometida a todo tipo de privaciones, sacrificios  e incluso humillaciones en pro del éxito. El caso de Juddi Garland es el más paradigmático y recientemente resulta muy instructiva la estupenda película “Cisne negro” de D. Aronofsky. Cosa distinta son los problemas psicológicos y morales que el camino al éxito plantea, tal como  cuenta la saga “Ha nacido una estrella” que inició W. Wellman, o se aprecia en el mundo de los juguetes rotos, tal como cuenta “Sunset Boulevard” de B. Wilder. Se da por descontado que los sacrificios son parte de la carrera al éxito y que los artistas los asumen libremente. Pero la relación entre  Tippi y Alfred plantea más dudas. Ninguno que vea una película de Hitchcok, especialmente estas dos, y haya visto esta obra puede quedar indiferente moralmente y no pasársele por la cabeza que, como parte del público, tiene alguna complicidad, de la misma forma que muchos tienen escrúpulos al comprar ciertas zapatillas que sospechan son producto de condiciones de trabajo nada civilizadas. Aun en ese caso extremo el público no responde de la misma forma que ante un desastre natural de gran belleza que destroce a los seres humanos. Hay un sexto sentido que separa la obra de su forma de producirla. Puede censurarse moralmente al autor pero respetar el valor estético de la obra y hacerla suya por ello. Seguramente la razón es que el público al ver la obra la siente como suya, no como algo que todavía dependa del autor. La obra de arte al fin y al cabo no tiene una relación directa con la realidad práctica que vivimos, se queda en sí misma y establece una relación personal y exclusiva con cada miembro del público. Este atiende a su necesidad de contar con alguna clave que articule su limitada y ocasional experiencia de la vida y del mundo, y en esto hay que evitar la distorsión que supondría mezclarla con las formas inconfesables de producirlo. Es más, la tendencia natural es la de digerir las informaciones sobre el proceso para entender mejor la obra y gozarla adecuadamente. Por así decirlo el espectador se ve impelido a separar su cerebro en dos cerebros, uno estético y otro moral.
Cosa distinta es cuando el conflicto entre lo estético y la ética es interior a la misma obra. Es decir cuando la belleza de la obra sirve para idealizar y hacer seductora su inmoralidad. Casos paradigmáticos pueden ser “El triunfo de la voluntad” de L. Riefenstal y “La naranja mecánica” de S. Kubrick, pero no quisiera dejar de referirme a “American history X” de que ocuparía una posición bastante especial. La obra cumbre de la musa de Hitler sólo puede producir un profundo desasosiego en cualquier espectador que no esté seducido por el nazismo y tenga un mínimo sentido de humanidad, una vez conocido lo que deparó la historia. Porque supongo que era difícil, a quienes vivían entonces, no quedar seducido por sus fastuosas imágenes sino tenían por entonces las ideas muy claras. No repugna tanto la obra en sí, sino el sentirse arrastrado de una forma prácticamente irresistible por una belleza maldita. Quizás este poder maligno de la belleza y del arte explique la obsesión iconoclasta de judíos o musulmanes entre muchos otros. Distinto matiz presenta “La Naranja mecánica” aquí la belleza, extremadamente cuidada, de las imágenes sirve para provocar en el espectador un choque entre sus convicciones morales y la atracción de la acción. Como en cierta manera hacía Hitchcok recurriendo este al drama argumental el arte moviliza el subconsciente del espectador viniendo a decirle “¿no harías lo mismo que el protagonista malvado si pudieras?”. Seguramente Hitchcok y Kubrick sabían que al pasar la obra al público se despierta no tanto su racionalidad crítica sino sus miedos y obsesiones recónditos. La repulsa emocional que tienen los judíos al escuchar a Wagner llega hasta el asco. Esto es injusto pero inocente y comprensible. El mensaje de la Naranja mecánica no es abiertamente inmoral sino ambiguo y relativista, pero el recurso a seducirnos por la belleza y no por la lógica del drama lo delata. Seguramente sabría el autor que una cosa es la barbarie de quienes hacen de ella un juego sádico, que el exceso y la pantomima de quienes usan del poder para su propio poder. Pero en este caso el contraste entre la novena sinfonía de Beethoven  y la maldad de quienes actúan a su son no puede sino ser visto por un recurso estético eficaz pero gratuito y arbitrario de quien necesita sobre todo cazar al espectador. El autor pretende salvar el valor seductor de la belleza al ponerla al servicio de la relativización de la inmoralidad, pero entonces no hay contraste sino truco.
Por último “American History”  de T. Kaye presenta una ambigüedad estético-ética inversa al caso anterior. Aquí el buen mensaje moral de solidaridad, redención y arrepentimiento se pone al servicio de una estética brutal que capta al espectador haciéndolo cómplice de esa brutalidad. El mensaje moral inequívoco, simple y transparente permite la identificación del espectador que ha resultado seducido por la brutalidad de las imágenes despojándolo de su mala conciencia. Se invierte el sentido de “la Naranja mecánica”. El espectador puede sentirse tranquilo al regodearse con las imágenes de la violencia, imágenes que secretamente son el motivo que le lleva a la sala, pensando que lo hace para censurarlas. Habría que ver en cuanta medida gran parte del cine morboso tan al uso no hace otra cosa que explotar la buena conciencia de la que la gente se siente depositaria. Por todo lo dicho resulta que nunca se puede decir la última palabra  del matrimonio entre la ética y el arte, porque estos partenaires tan extraños entre sí tanto más se necesitan cuanto más se dan se dan la espalda y peor avenidos están.

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