La difícil sintonía entre la estética y la ética no afecta sólo al interior
de la obra sino a la relación de esta con el proceso de su creación. Es
evidente que nuestra relación con la belleza natural no es la misma que con el arte. Nadie que estuviera en sus cabales se
detendría a disfrutar de las cualidades estéticas de un incendio o de una
tempestad que pone en peligro vidas humanas, ni siquiera le pasaría por la
imaginación buscar ninguna belleza en esto. Sólo la inmensa lejanía en el
tiempo o el espacio, o incluso la ignorancia de las circunstancias, podría
hacer abstracción de los efectos humanos. Pero en la obra artística no ocurre
lo mismo salvo que sea demasiado evidente la manipulación morbosa. Hay dos
puntos extremos donde la ética y la estética pueden entrar en colisión. Uno
cuando colisiona la obra y las condiciones de su producción. El otro cuando
colisiona la belleza de la obra con su inmoralidad.
La película “The girl” de J. Harrold, en realidad película casi documental,
narra el calvario que sufrió Tippi Hedren a manos de A. Hitchcok durante los cuatro
de rodaje de “Los pájaros” y “Marnie la ladrona”. El autor vertió sobre la
protagonista su pasión y sus complejos, haciendo de estos el instrumento para
exprimir la potencia artística de la actriz, y a la inversa, aprovechando la
creación para satisfacer su bajeza. Sometió a la actriz artísticamente pero no
moralmente. Mientras que Tippi tuvo suficiente carácter para salir indemne en
su dignidad de la prueba, es de suponer que Hitchcok nunca volvería a recuperar
su estima, tal vez tan perdida en el fondo desde siempre. De forma colateral
esto plantea el tema freudiano de si el arte es una forma de sublimación y
desviación de los bajos impulsos. Habría que tratarlo aparte pero creo que el
caso de Hitchcok no es paradigmático y seguramente tampoco alcanza para él mismo. Es evidente que la película, aunque trata de hacerlo, no agota su fondo porque esto
es imposible. Lo único que parece en este caso es que todo su inmenso triunfo
artístico no llenó su ego. Volviendo al caso que nos ocupa, lo singular del
mismo es el hecho de que la manipulación moral se concentra deliberadamente en
unas películas concretas. Ocurre con mucha frecuencia que la carrera de una
actriz, normalmente ocurre a mujeres, se ve sometida a todo tipo de privaciones,
sacrificios e incluso humillaciones en
pro del éxito. El caso de Juddi Garland es el más paradigmático y recientemente
resulta muy instructiva la estupenda película “Cisne negro” de D. Aronofsky. Cosa
distinta son los problemas psicológicos y morales que el camino al éxito
plantea, tal como cuenta la saga “Ha
nacido una estrella” que inició W. Wellman, o se aprecia en el mundo de los
juguetes rotos, tal como cuenta “Sunset Boulevard” de B. Wilder. Se da por
descontado que los sacrificios son parte de la carrera al éxito y que los
artistas los asumen libremente. Pero la relación entre Tippi y Alfred plantea más dudas. Ninguno que
vea una película de Hitchcok, especialmente estas dos, y haya visto esta obra puede
quedar indiferente moralmente y no pasársele por la cabeza que, como parte del
público, tiene alguna complicidad, de la misma forma que muchos tienen
escrúpulos al comprar ciertas zapatillas que sospechan son producto de
condiciones de trabajo nada civilizadas. Aun en ese caso extremo el público no
responde de la misma forma que ante un desastre natural de gran belleza que
destroce a los seres humanos. Hay un sexto sentido que separa la obra de su
forma de producirla. Puede censurarse moralmente al autor pero respetar el
valor estético de la obra y hacerla suya por ello. Seguramente la razón es que
el público al ver la obra la siente como suya, no como algo que todavía dependa
del autor. La obra de arte al fin y al cabo no tiene una relación directa con
la realidad práctica que vivimos, se queda en sí misma y establece una relación
personal y exclusiva con cada miembro del público. Este atiende a su necesidad
de contar con alguna clave que articule su limitada y ocasional experiencia de
la vida y del mundo, y en esto hay que evitar la distorsión que supondría
mezclarla con las formas inconfesables de producirlo. Es más, la tendencia natural
es la de digerir las informaciones sobre el proceso para entender mejor la obra
y gozarla adecuadamente. Por así decirlo el espectador se ve impelido a separar
su cerebro en dos cerebros, uno estético y otro moral.
Cosa distinta es cuando el conflicto entre lo estético y la ética es
interior a la misma obra. Es decir cuando la belleza de la obra sirve para
idealizar y hacer seductora su inmoralidad. Casos paradigmáticos pueden ser “El
triunfo de la voluntad” de L. Riefenstal y “La naranja mecánica” de S. Kubrick,
pero no quisiera dejar de referirme a “American history X” de que ocuparía una
posición bastante especial. La obra cumbre de la musa de Hitler sólo puede
producir un profundo desasosiego en cualquier espectador que no esté seducido
por el nazismo y tenga un mínimo sentido de humanidad, una vez conocido lo que
deparó la historia. Porque supongo que era difícil, a quienes vivían entonces, no
quedar seducido por sus fastuosas imágenes sino tenían por entonces las ideas
muy claras. No repugna tanto la obra en sí, sino el sentirse arrastrado de una
forma prácticamente irresistible por una belleza maldita. Quizás este poder
maligno de la belleza y del arte explique la obsesión iconoclasta de judíos o
musulmanes entre muchos otros. Distinto matiz presenta “La Naranja mecánica”
aquí la belleza, extremadamente cuidada, de las imágenes sirve para provocar en
el espectador un choque entre sus convicciones morales y la atracción de la
acción. Como en cierta manera hacía Hitchcok recurriendo este al drama
argumental el arte moviliza el subconsciente del espectador viniendo a decirle “¿no
harías lo mismo que el protagonista malvado si pudieras?”. Seguramente Hitchcok
y Kubrick sabían que al pasar la obra al público se despierta no tanto su
racionalidad crítica sino sus miedos y obsesiones recónditos. La repulsa
emocional que tienen los judíos al escuchar a Wagner llega hasta el asco. Esto
es injusto pero inocente y comprensible. El mensaje de la Naranja mecánica no
es abiertamente inmoral sino ambiguo y relativista, pero el recurso a
seducirnos por la belleza y no por la lógica del drama lo delata. Seguramente
sabría el autor que una cosa es la barbarie de quienes hacen de ella un juego sádico,
que el exceso y la pantomima de quienes usan del poder para su propio poder. Pero
en este caso el contraste entre la novena sinfonía de Beethoven y la maldad de quienes actúan a su son no
puede sino ser visto por un recurso estético eficaz pero gratuito y arbitrario
de quien necesita sobre todo cazar al espectador. El autor pretende salvar el
valor seductor de la belleza al ponerla al servicio de la relativización de la
inmoralidad, pero entonces no hay contraste sino truco.
Por último “American History” de T.
Kaye presenta una ambigüedad estético-ética inversa al caso anterior. Aquí el
buen mensaje moral de solidaridad, redención y arrepentimiento se pone al
servicio de una estética brutal que capta al espectador haciéndolo cómplice de
esa brutalidad. El mensaje moral inequívoco, simple y transparente permite la
identificación del espectador que ha resultado seducido por la brutalidad de
las imágenes despojándolo de su mala conciencia. Se invierte el sentido de “la Naranja
mecánica”. El espectador puede sentirse tranquilo al regodearse con las imágenes
de la violencia, imágenes que secretamente son el motivo que le lleva a la sala,
pensando que lo hace para censurarlas. Habría que ver en cuanta medida gran
parte del cine morboso tan al uso no hace otra cosa que explotar la buena conciencia
de la que la gente se siente depositaria. Por todo lo dicho resulta que nunca
se puede decir la última palabra del
matrimonio entre la ética y el arte, porque estos partenaires tan extraños
entre sí tanto más se necesitan cuanto más se dan se dan la espalda y peor
avenidos están.
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