jueves, 19 de septiembre de 2013

APUNTE SOBRE EL BIENESTAR Y LA FELICIDAD.




Algunos pensamientos dispersos con motivo de la enesima y última encuesta sobre la felicidad.



De forma recurrente aparecen informes sobre el grado de felicidad del mundo y de la gente. Pero por muy triviales que puedan resultar  siempre vale la pena tenerlos en cuenta. La idea implícita de estos informes, y en general de toda discusión mediática sobre la felicidad, es la equiparación entre felicidad y bienestar. La fórmula general es “tener posibilidades de elegir como vivir”. Por supuesto estas posibilidades proceden del medio, de lo que ofrece la sociedad, y de cada uno personalmente, la preparación, carácter, cultura, etc. Pero a la hora de medir importa lo primero y sólo aquellos aspectos de las realidad personal que se sostengan en los beneficios que ofrece la colectividad, por ejemplo la educación que uno tiene en la medida que esta entra en relación con la educación instituida. La comprensión de la felicidad como bienestar es un expediente lógico. Primero porque sólo como bienestar se puede arbitrar algún tipo de medida de lo que se denomina felicidad, y ya se sabe que en nuestro mundo los cientificistas más fieros suponen que sólo lo que se puede medir existe. La segunda razón, de más peso práctico, es el hecho evidente de que el bienestar, una vida cómoda y confortable, es el ideal de felicidad característico de nuestro tiempo. Ello tiene su correspondencia con la moral hedonista consumista tan al uso. Hedonismo que, por cierto, no se debe confundir con el hedonismo clásico de los epicúreos que era un hedonismo ilustrado enfocado hacia los placeres intelectuales, y el hedonismo utilitarista de los empiristas ingleses que buscaba un equilibrio entre el bienestar personal y el bienestar social. 
Conviene distinguir entre el ideal de felicidad y la felicidad ideal, tema resbaladizo a más no poder. La felicidad ideal pone en juego la densidad y profundidad de la felicidad, es decir lo imposible de medir ni por aproximación. En la felicidad como en el gusto estético lo que merece la pena es singularmente personal, al fin y al cabo es en este punto donde se concentra la libertad radical por la que somos personas. Por eso ser o no ser feliz es indisociable de sentirse o no feliz. Pero igual que cabe hablar de buen gusto y mal gusto, ya que, si como se suele pensar, todos los gustos son iguales no tendría sentido el cultivo de la sensibilidad; decía que también cabe hablar de una felicidad más profunda y densa o menos. Por ejemplo resulta una felicidad más profunda la que incorpora como parte de la propia felicidad el compromiso con la felicidad de los demás seres humanos y de la sociedad en que vive. En este caso la propia felicidad incorpora una dimensión ética que le otorga plenitud. Muy a grosso modo se puede decir que ser feliz es la conformidad entre tener ganas de seguir viviendo como se vive y  tener además  ganas de vivir, es decir vivir con esperanza, conformidad siempre y cuando se tengan las dos cosas. Hay en esto una comunión misteriosa entre la felicidad y la esperanza. Aunque se pueda tener esperanza sin ser feliz, por ejemplo quienes aspiran a una vida mejor de la que tienen porque a esta la detestan, contra lo que se cree, es imposible una vida feliz sin esperanza. Por ejemplo un artista que vive a gusto al realizar su obra y se siente satisfecho de ella, será enormemente desgraciado sino la vende o expone y si no tiene esperanza de hacerlo, o tambien puede ser que un artista tenga exito y esté descontento del valor de su obra. En ambos casos no hay felicidad  Por eso la conformidad con la propia vida y las ganas de vivir concretads en la esperanza de una vida valiosa, no es la misma cosa. Esta disonancia ocurre al limitarse la felicidad al puro bienestar. La prueba es que las sociedades de más alto bienestar buscan las ganas de vivir en otros motivos como el éxito social en los países nórdicos y de tradición protestante, o en las relaciones familiares e interpersonales en los de tradición católica. En unos y otros casos, el bienestar, aparte de su propio valor es también un signo de prestigio social. Es obvio que la expectativa del bienestar  da ganas de vivir a quien está necesitado y que por otra parte el bienestar facilita la vida, cosa manifiesta cuando falta o se está en apuros. También es una magnitud muy variable, de carácter en gran parte social. El índice de bienestar colectivo marca la pauta de los deseos y la expectativa personal; la dependencia entre el modo de vida, el trabajo y las relaciones personales con la necesidad de bienestar es tan estrecha que es difícil prescindir de cuotas de bienestar a favor por ejemplo de tener más tiempo libre, cuando estamos entregados, a través del trabajo,  a incrementar las cuotas de bienestar general. 
Aunque el bienestar es una conquista de la humanidad, de modo que resulta difícil imaginar una vida feliz para quien vive en la miseria, la consagración de este valor a ideal supremo sobrepasa lo que razonablemente puede dar de sí. Las diferentes civilizaciones desarrolladas, excepción quizás de la hindú, pero esto sería otro tema, han buscado más bienestar y comodidad, pero siempre como soporte de otras metas e ideales, sean religiosos o morales.  Nuestra civilización, estimulada tal vez por la idea de que la pobreza no es algo natural,  ha volcado buena parte de su energía tras ello, pero no ofrece una alternativa colectiva y convierte el soporte en la cúspide de la cúpula. El recurso al éxito social o las relaciones personales son alternativas particulares y se pueden agotar sino aumenta la densidad de la vida. No digamos de las formas habituales que acompañan al bienestar y al hedonismo, como la inagotable búsqueda de sensaciones, la gregarización de la vida, etc, que en el fondo son focos de malestar tal como ya analizaron Epicuro y muchos otros. Nuestra civilización, ya bien entrada en la era tecnológica y de los Derechos Humanos, parece estar abocada a un modo de vida y de pensar estrictamente individualista. Cierto que el Yo se ha liberado de muchas trabas e incluso de fuentes de alienación que atentaban contra el sentido de lo humano; en un sentido general esta liberación y la comodidad alcanzada permite hablar de un considerable progreso material e incluso moral. El ideal de los Derechos Humanos no existe a beneficio de inventario. Junto a su realización, la única pasión que parece movernos es el de seguir persistiendo en la liberación del Yo. Pero tenemos un déficit de vida comunitaria que afecta al núcleo duro de la felicidad. Es difícil concebir la felicidad personal sin tener un mínimo arraigo humano, sin que la vida social tenga algo de vida comunitaria. Nuestra civilización ofrece bienestar pero parece condenar al mundo al individualismo más feroz. No está claro en estas si el aumento constante del bienestar  hace inevitable una vida individualista y atomizada con carácter general o si nuestra civilización no ha dado todavía con la tecla para armonizar el bienestar y el confort con la necesidad humana de integrarse en una vida comunitaria satisfactoria.

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