martes, 23 de julio de 2013

LO QUE QUEDA DE LA HISTORIA.



La pérdida del sentido histórico es particularmente llamativa en las nuevas generaciones que extreman  en este aspecto  una pauta creciente en la imagen colectiva del mundo.  Somos en gran medida herederos de una concepción historicista de la realidad, por lo que hay que tener mucho cuidado en no confundir historicismo y sentido  histórico. El sentido histórico es en gran parte algo propio de la naturaleza humana. Se concreta en incorporar en la vida colectiva la responsabilidad  hacia el legado de los antepasados y la responsabilidad  por las futuras  generaciones, implica la disposición a trascender el horizonte del presente al tomárselo en serio, no como algo llamado a pasar sin más. El historicismo es la visión en parte intelectual y en parte ideológica de que el mundo presente sólo tiene sentido como medio para llegar a una meta histórica situada en un futuro indeterminado pero inalcanzable a la generación presente. Los fracasos de las grandes utopías sociales y el descontento que consume las sociedades modernas hacen que este globo se desinfle e incluso explote. Pero éste  desprestigio del historicismo arrastra en buena medida al sentido histórico. Síntoma es la nivelación de todos los hechos y acontecimientos humanos de todo tiempo bajo un mismo patrón, el de los valores y códigos presentes. De forma particular  la cultura de la imagen y de la información a la carta acentúa esta sensación. Los personajes y acontecimientos históricos no pertenecen a su mundo, son tan coetáneos como Mandela o Clinton, sólo que más retrasados e ingenuos. La tendencia a tomar el propio mundo como algo dado y natural, no como el producto de una larga y problemática tradición, se torna inexpugnable al reducirse todo lo existente a realidad virtual, a imágenes intercambiables con las que vale cualquier historia.
Por una parte el horizonte de la vida es lo más presente de lo presente. De ahí el adanismo que acompaña a la deshistorización del mundo. Nuestro mundo actual empieza desde la nada y sólo depende de nuestra voluntad, nada se debe al pasado ni nada hay que aportar al futuro. Por otra parte la pérdida del sentido histórico da pie a dos actitudes que tiene su correlato en diversas filosofías postmodernas. Una es la supresión del valor de la tradición concreta y su sustitución por la búsqueda de un origen mítico de la colectividad que la tradición habría velado. Los nacionalismos disgregadores por ejemplo reniegan de la tradición viva para inventar un origen imaginario del que se deriva una historia no menos imaginaria. Otra tendencia aparentemente opuesta es la deconstrucción de cualquier referencia, modelo o significado que pudiera dar una continuidad a la existencia histórica del hombre, tomando como claves de esta existencia los deslices y los espacios sombríos que escapan al poder de la comprensión racional. Como si los proyectos humanos no fueran más que una forma de encubrir las frustraciones. Igual que la globalización es al mundo lo que la atmósfera de la tierra, la vida personal y colectiva tiene que hacerse a esta pérdida de sentido histórico y a las alternativas que consagran esta perdida como algo propio de nuestro mundo.

sábado, 20 de julio de 2013

LAS IDEAS Y LAS IDEOLOGÍAS



Una de las paradojas más sorprendentes de la teoría política es el hecho de que el término ideología tenga el significado de visión del mundo o sistema de valores y se pierde el sentido que acuñó C. Marx de falsa conciencia. Aunque el origen de la falsa conciencia que Marx atribuía al ocultamiento de la explotación económica sea discutible, su diagnóstico era certero, dejando al margen por otra parte que tratara de encubrir su ideología, en el peor sentido, con la idea de que el marxismo es una ciencia. Con el término ideología sucede lo mismo que con el término ecología. Originalmente designan el estudio de las ideas o de los sistemas naturales, para designar en la práctica a las ideas o los ecosistemas. Se genera así el error de que las ideologías responden  a ideas o son un sistema de ideas. Pero en realidad tiene más de una acuñación que identifica las corrientes colectivas. Por ejemplo los verdaderos motivos de unidad de los colectivos sociales son actitudes elementales ante el orden social, fundamentalmente los que están movidos por el malestar que el orden social provoca y los que, con independencia de que se identifiquen con el mismo o incluso lo rechacen, prefieren la adaptación al orden. Los primeros suelen hacer de su actitud política parte de su vida, es decir su juicio sobre su vida y las cosas del mundo es indisociable del malestar que produce la sociedad. Los segundos, salvo momentos excepcionales, desligan la marcha del mundo y la de su vida, como si el mundo y la sociedad fueran un paisaje de autopista ante el que hay que transitar sin fijarse demasiado. Los colectivos progresistas y conservadores, las izquierdas y derechas, apenas tienen detrás bagaje intelectual, como no sea una serie de lugares comunes cuanto más simples mejor. Porque no se trata de que la gente o el pueblo en general padezca retraso mental, sino que sólo cabe la unidad multitudinaria tras ideas lo más simplificadas posibles. Si una multitud se junta es para aplaudirse o convencerse de que está en posesión de la verdad, aunque personalmente pocos podrían decir de qué verdad  se trata y sobre todo por qué su verdad es verdadera. Esto no significa que no pueda haber ideas políticas o que todas las opciones valgan lo mismo. Pero el problema es cuando las ideas políticas se convierten en ideología hasta que la diferencia entre la idea y la ideología desparece. En suma cuando las ideas surgen para reforzar y justificar las actitudes básicas de malestar o acomodación, en lugar de ser palancas que ayuden a reconducir estas actitudes a sus justos términos.

lunes, 15 de julio de 2013

LOS LIBROS E INTERNET



N. Chomsky atribuyó a la red de Bibliotecas Públicas mayor peso en la formación de la civilización y del sistema que Internet. Su diagnóstico resulta iluminador, desconcertante y decepcionante a partes iguales. Iluminador porque deja entrever la inmensa distancia que media entre Internet y el libro. Desconcertante por comparar con la misma medida magnitudes inconmensurables. Decepcionante porque nivela los libros e Internet como si ambos sólo fueran unidades de información. De ser así su diagnóstico es discutible pero con sentido, pero ni uno ni otro son sólo eso. En su condición ideal el libro es el vehículo para el cultivo de la interioridad, mientras Internet es el vehículo para operar en el mundo, por muy virtual que sea. Por el libro nos servimos de la experiencia formalizada de la humanidad, por Internet accedemos a la experiencia bruta del mundo. El libro significa, Internet moviliza e informa hasta la extenuación. Pero nunca puede enseñarnos a interpretar ni valorar. Podemos amar un libro, nuestros libros, pero sólo cabe utilizar Internet.

miércoles, 10 de julio de 2013

LA PASIÓN DEL MAL




Aunque la bulla mediática pueda concitar la atención a gran escala, asistimos a un caso penal,  que no es preciso nombrar, que ejerce por sí mismo un magnetismo invencible sobre cualquiera que repare en él, incluso inopinadamente. Es lo que sucede cuando algo tan monstruoso ilumina el reverso de la condición humana, no tanto para aclararlo sino para enfrentarnos a su existencia.  De ser todo como parece, nos vemos estremecidos por lo que tiene de arquetipo de la maldad. La inmensa mayoría de actos de maldad y crueldad obedecen a algún interés o son el producto de alguna pasión incontrolada o quizás incontrolable. En estos casos la pasión desemboca en el mal. Pero cosa distinta es cuando el mal se torna pasión, el odio y el deseo de venganza se ponen al servicio de la afirmación personal, el sufrimiento infinito de la persona odiada es la única forma de sentirse bien consigo mismo, más concretamente de sentirse un “hombre como debe ser”. En los casos normales, al provenir el mal de la pasión, el daño y el sufrimiento de la persona odiada suele producir una satisfacción que dura mientras subsiste la impresión del acto producido, pero una vez se desvanece este, los más “duros” olvidan y los más “blandos” empiezan a ser presas del remordimiento. Pero cuando se hace de la destrucción del otro el motivo de la afirmación de uno mismo y  el odio concentrado reclama esta destrucción de forma incondicional, resulta inútil tratar de comprender estos casos con cualquier categoría al uso de la convivencia entre personas. La vida que a estas personas les queda es la de regodearse en su poder. Por eso la justicia y el derecho pueden afrontar el delito pero poco pueden hacer contra la maldad. Si por alguna casualidad fuera declarado inocente, quien así se encuentra se sentiría más feliz por el hecho de que eso añadiría a su víctima un sufrimiento definitivo que por la misma libertad. Inversamente si fuera declarado culpable y tuviera que pagar la pena de su libertad, no lamentaría tanto la perdida de la libertad, como el pequeño consuelo que su víctima obtendría. Con esta carcoma se vería obligado a vivir, hasta el caso incluso de que podría realimentar el deseo de venganza por mucho que no quepa imaginar mayor venganza que la que se llegó a consumar.
Pero el mayor motivo de estremecimiento no es de orden psicológico, sino de orden ético. No es cómo es posible algo tan monstruoso, ni siquiera que ninguna pena pueda retribuir tan inmenso daño. Lo insoportable es la sospecha de que el malvado sea feliz con su maldad y por su maldad, de que la consumación de la venganza sea motivo suficiente de felicidad. Es lo que se deduce si con esta consumación el malvado se reafirma a sí mismo, resbalándole el desprecio ajeno o creándose un mundo imaginario en  el que se siente apreciado. O incluso, como cuando el Holocausto o el terrorismo, la maldad se ampara en el aplauso y la complicidad de los suyos. Si esto fuera posible, si admitiéramos que el malvado puede ser feliz por su maldad, sería cierto eso de que la felicidad es sólo cuestión de sentimiento, más en concreto del sentimiento que está atado a nuestras pasiones más profundas. ¿Puede ser una persona “feliz” por lograr su gran objetivo, aunque sea este objetivo exterminar a los suyos como si cazara moscas, porque así produce dolor a quien odia “entrañablemente”?, ¿tendría algún sentido entonces replicar, como podría hacer Kant, que si así fuera su felicidad carece de mérito moral?. Tal vez en este punto lo más que se puede decir es que quien así es feliz, o se siente feliz, ha desperdiciado su vida, es incapaz de gozar del mundo y de la vida. Esto no le serviría para convencerlo de su miseria y abyección, pero sería bueno que ayudara a convencer a muchos otros que la felicidad no es meramente sentirse feliz, sino vivir plenamente desarrollando la capacidad de gozar con nuestros semejantes.
Es preciso distanciarse del mal, verlo objetivamente, para poder oponerle razones prácticas. Quien se entrega a la pasión del mal es impermeable a cualquier argumentación o reproche moral, porque la voluntad de reafirmarse es más fuerte que cualquier barrera moral. Ni los hechos ni la moral pueden derrumbar a quien traspasa la frontera, sólo cabe conmoverlo poniéndolo ante su verdadera naturaleza, su impotencia ante los demás y ante sí mismo.   A la maldad que se cierra herméticamente en su caparazón solo cabe oponer razonablemente lo que esto supone de negación de sí mismo, de amputación de la esencia de su verdadera realidad como ser humano. De lo que pierde por no querer vivir como ser humano. Pero esto en la conciencia de que quien se niega a sí mismo tan radicalmente le sobra y basta afirmarse  a sí mismo, aunque sea por medio de afirmarse en su negación.
Estos casos echan por tierra la visión inocente e idílica, en la que tanto necesitamos creer, de que la buena educación, el buen orden social o las acertadas terapias psicológicas, bastan para erradicar las raíces de la maldad. Pero el impacto con el que esto nos impresiona es un síntoma de que la pasión por el mal repele a la naturaleza humana. Ocurre más bien que es una de las posibilidades latentes a las que estamos expuestos como seres libres, libres hasta el extremo de poder renegar de la libertad o de la fuente de la que esta brota, nuestra hermandad como seres humanos. Nuestra naturaleza permite que algunos se crean por encima de la humanidad y hallen en esto incluso satisfacción. La civilización es a fin de cuentas la posibilidad de ser tan fuertes que podamos soportar nuestra debilidad, que pueda seguir la vida sin que el dolor nos encoja.




domingo, 24 de febrero de 2013

LA FILOSOFÍA DE LUDWIG WITTGENSTEIN






El tema de la filosofía de L.W. es el lenguaje porque, según él, accedemos a todas las cuestiones sobre la realidad, y el conocimiento s través del lenguaje. Sean lo que sean las cosas, el bien o la verdad, lo único evidente es que no podemos salirnos del lenguaje cuando nos referimos a ello. Nuestro pensamiento está conectado indisociablemente con la forma de las expresiones lingüísticas y nunca podemos pensar nada sobre algo que no pase por la forma de decirlo y el uso de un lenguaje concreto. Por ello nada se puede aclarar sobre las cuestiones fundamentales de la filosofía que no pase por una dilucidación de la naturaleza del lenguaje y el esclarecimiento de los límites que impone el lenguaje. Los mismos problemas filosóficos son incomprensibles sino se relacionan con las formas de expresarlos lingüísticamente. Pero sobre estos planteamientos fundamentales L.W. propondrá dos visiones del lenguaje opuestas entre sí en aspectos fundamentales lo que lleva a hablar del primer Wittgenstein (Tratatus lógico philosophicus) y del segundo Wittgenstein (Investigaciones filosóficas), siendo un tema muy debatido el grado de controversia entre estas dos visiones. Pero en lo fundamental ambas parten de la preeminencia del lenguaje sobre la estructura realidad y la estructura del conocimiento y del pensamiento.
El primer  Wittgenstein.
Mientras Kant planteaba que la filosofía debía ocuparse primeramente de la estructura del conocimiento porque de ello dependía la estructura del mundo tal como nos es dado, para Wittgenstein lo que pueda ser la realidad y lo que pueda ser el conocimiento de la misma depende de lo que podemos decir. Por eso la pregunta fundamental de la filosofía es ¿qué podemos decir con sentido?. Esto es: qué condiciones han de cumplir las proposiciones o expresiones lingüísticas para que tengan sentido.
Este criterio no puede venir de la forma concreta como nos expresamos, lo que creemos que tiene sentido puede no tenerlo al estar mediatizado por ideas preestablecidas  o expresiones equívocas que infectan nuestro lenguaje. Solo es fiable el lenguaje lógico del que nuestro lenguaje corriente es, a lo sumo, una expresión defectuosa. W. Trata en este sentido de descubrir y describir la estructura lógica del lenguaje, estableciendo por tanto que sólo tiene sentido el lenguaje que respete las leyes de la lógica.
Pero la lógica no dice nada sobre la realidad sino sólo sobre las formas posibles  de la realidad. Las reglas de la lógica son necesarias pero  en la realidad no hay necesidad sólo contingencia. Sólo hay una necesidad lógica, mientras que en la realidad todo lo que acontece es casual, ningún hecho está enlazado necesariamente con ningún otro hecho. La lógica pues no dice lo que son las cosas sino lo que pueden ser. Las formas posibles de la realidad las cosas no son más que la estructura lógica de los hechos
La lógica (la estructura lógica del lenguaje) refleja así la estructura lógica del mundo, es decir el juego de posibilidades que componen en general la realidad. Por ello la estructura lógica del lenguaje coincide con la estructura lógica del mundo.
¿Pero cual es la relación concreta entre el lenguaje y el mundo?.
Hay que ver esta relación a la luz de los elementos que componen el lenguaje y el mundo respectivamente.
“El mundo  es lo que acaece” dice W. Y lo que acaece son los hechos. El mundo es así la totalidad de hechos, pero no de objetos, porque los hechos son relaciones de objetos y los objetos no existen sino como miembros de la relación con otros objetos, relación que como se ha visto son los hechos. Siendo los hechos “estados de cosas”, serían “hechos atómicos”, los hechos más simples, mientras que los demás hechos serían hechos complejos.
Por su parte el lenguaje se compone de enunciados o proposiciones formadas por nombres relacionados de una determinada manera. Lo esencial del lenguaje no son los nombres sino las conexiones entre los nombres. Estas conexiones son universales y consisten en las conectivas lógicas. Todos los enunciados son formas de conexión de cualquier nombre posible con otros. La lógica establece las condiciones de estas conexiones al precisar el valor de las conectivas lógicas.
Tenemos entonces que hay una relación isomórfica , de elemento a elemento, entre el lenguaje (en su forma lógica) y la estructura de la realidad. Los enunciados son figuras de la realidad, es decir figuran o representan los hechos de la realidad. ¿Pero cómo hay que entender esa figuración? Hay una semejanza entre los enunciados y la realidad consistente en que se asemejan en la relación que hay entre los términos del enunciado (los objetos) y los términos de la realidad (los objetos). Los enunciados son figuras lógicas de los hechos porque las relaciones entre los nombres son semejantes a las relaciones que hay entre los objetos. Se concluye que los enunciados figuran en su forma lógica, la forma lógica de los hechos, es decir las posibles relaciones entre los hechos.
De acuerdo con esto se puede precisar en qué consiste el sentido de las proposiciones, qué proposiciones tienen sentido y qué proposiciones no tienen sentido. Para W. Sólo tienen sentido las proposiciones lógicamente posibles, es decir las proposiciones correctas desde un punto de vista lógico. Para determinar esto hay que partir de que los hechos de los que forma parte un objeto dependen de las propiedades internas de estos. Una puerta puede ser abierta o puede tener un determinado tamaño, pero no puede ser simpática. No tendrán sentido las proposiciones que no se refieran a hechos que no respeten ese criterio.
 Sobre esta base W. establece que el sentido de una proposición es su verificabilidad, la posibilidad de determinar si es verdadera o falsa. Sólo tienen sentido las proposiciones verificables Carecen de sentido las proposiciones inverificables... Hay que distinguir entre las proposiciones verificables por la experiencia de las que son verdaderas por su forma lógica. Las proposiciones correctas lógicamente pero no necesarias son sólo posibles y han de ser verificadas por la experiencia. Por ejemplo “Prim conquistó Tetuán”. Las necesarias por su forma lógica son las tautológias, cuya verdad no depende de la experiencia. Estas son siempre verdaderas pero a cambio no se refieren a hecho alguno, ni informan de la realidad. Por ejemplo: “Juan está comiendo  o no está comiendo”.Opuestas a las tautologías son las proposiciones contradictorias, que son necesariamente falsas en virtud de su forma lógica: “ahora llueve y no llueve aquí”. Tenemos así que las proposiciones que pueden decir algo de la realidad no son necesarias, mientras que las que son lógicamente necesarias nada dicen sobre la realidad.
Otra característica de las proposiciones es que pueden referirse a la realidad pero no a sí mismas, no pueden decir como son. Así la proposición “si  hay nubes puede llover” indica algo sobre los hechos de la realidad, pero no como expresamos lo que la realidad es. A esto respecto es preciso distinguir entre lo que una proposición muestra y lo que dice. Una proposición dice algo cuando se refiere a un hecho y muestra algo cuando, sin decirlo, “refleja la forma lógica” del lenguaje. De esta manera sostiene que el lenguaje al igual que se identifica con el pensamiento muestra los límites del mundo. “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. Del mundo en su totalidad sólo podemos saber que consiste en todo lo que puedo decir son sentido y que está fuera del mundo lo que no es lógicamente posible. Pero entonces del mundo en su totalidad no podemos decir nada con sentido, porque el mundo no es un hecho.
¿Qué sentido tienen entonces las proposiciones filosóficas que pretenden decir algo del mundo en su totalidad? ¿y las proposiciones éticas que no se refieren a hechos sino a valores, diciendo el valor que tienen los hechos?, ¿y las cuestiones religiosas sobre el sentido último de la vida?. Pero más aún ¿qué sentido tienen las mismas proposiciones del Tractatus que no hablan de hechos, ni son tautologías, y se refieren al lenguaje y al mundo como un todo?. W. Reconoce que estas proposiciones son paradójicas porque pretenden hablar de lo “que no se puede hablar”. Forman parte de lo que llama lo místico, lo inefable. “Hay ciertamente lo inexpresable, lo que se muestra a sí mismo; esto es lo místico”. Lo más paradójico es que no podemos hablar de lo que es verdaderamente importante, en el sentido de trascendente, desde un punto de vista humano. La filosofía sirve así para aclarar lo que se puede decir y no decir, pero al hacerlo se limita a sí misma sino quiere caer en contradicciones. Pero en el fondo es imposible no hacerlo. Por eso W. concluye así el Tractatus:
6.54 “Mis proposiciones son aclaratorias de la siguiente manera: todo el que me entiende las reconoce eventualmente como carentes de sentido, una vez que las ha usado como peldaños para subir sobre ellas. (Debe, por decirlo así, arrojar la escalera después de haber subido.) Debe trascender estas proposiciones, y entonces tendrá la correcta visión del mundo”).
7.“De lo que no se puede hablar, mejor es callarse”/. (TLP.




II.Wittgenstein.
En su segunda etapa (Investigaciones filosóficas) sigue haciendo del lenguaje el centro de la filosofía, al considerarlo la red en la que se recogen nuestras ideas de la realidad. Pero modifica radicalmente su concepción de fondo sobre la naturaleza del lenguaje y su relación con la realidad. Rechaza que pueda existir un modelo ideal del lenguaje del que el lenguaje corriente, y todo lenguaje concreto, sería una expresión defectuosa. Coherentemente no puede tomarse al lenguaje lógico como el ideal que representaría el mundo y al que todo lenguaje concreto se debería adecuar. En concreto no es admisible: a) que el lenguaje sea una figuración de los hechos  y b) que la forma lógica del lenguaje se corresponda con la forma lógica de los hechos.
El lenguaje lógico, que proponía como modelo ideal, es un lenguaje referencialista y ostensivo. Según ello habría una relación unívoca entre las palabras y las cosas, entre los enunciados y los hechos correspondiendo a cada palabra una cosa. El significado de las palabras son las cosas a las que estas se refieren, como si fueran un rotulo que ponemos a las cosas. Pero esto nada tiene que ver con la práctica del lenguaje que usamos. En el lenguaje ordinario el significado de las expresiones y de las palabras depende de la manera de usarlas según el contexto concreto en el que las usamos. De ahí que el significado consista en el uso.
¿Pero en qué consiste el uso?, ¿Cómo se determina?. W. compara la palabra con un instrumento cualquiera, por ejemplo las piezas de ajedrez. Hablar es como utilizar correctamente estas piezas. Para ello no basta entender en general las reglas del ajedrez sino mover correctamente las piezas en cada jugada. Lo importante es pues el contexto en el que hablamos y su relación con las situaciones concretas de la vida. Lo que hablamos no es más que la prolongación de nuestros comportamientos y conductas. Los usos de las palabras “están ahí” aunque no podamos saber cómo ni desde cuando, y no tienen otro fundamento que el mismo uso. Es la manera establecida de usar las palabras la única regla posible. No tenemos otra cosa que hacer que aprenderlo al usarlo correctamente.
Las expresiones lingüísticas forman parte de lo que denomina W. “juegos de lenguaje”, que son las reglas implícitas,  no escritas en ningún sitio, que manejamos al usar estas expresiones según convenga a la situación concreta. Comprendemos así términos que, en abstracto, tienen muchos significados o posibles referencias, cuando comprendemos como emplearlos según convenga a la situación y el contexto concreto. No existe así una forma lingüística especial ni un modelo ideal de lenguaje porque todos “valen lo mismo” y se diferencia por las reglas de uso. La única referencia posible es el lenguaje corriente según sus diferentes usos. A lo sumo existen “aires de familia” entre las diferentes formas lingüísticas, y el lenguaje como un todo no sería más que el conjunto de estos “aires de familia”. La lengua concreta sería como una ciudad que está en perpetuo cambio, creándose barrios nuevos y desapareciendo antiguos, sin que se siga una regla. Todo sucede  y cambia espontáneamente, pero siempre en conexión con las formas anteriores. Cada barrio tiene su vida y personalidad y la ciudad son todos los barrios.
El uso lingüístico también envuelve el sentido de la realidad. El sentido de las expresiones viene del mismo uso según el contexto. Hay tantas formas de referirnos a la realidad como formas de expresarnos. Pero como la idea de lo real se identifica con la forma de expresarla, se puede decir que las formas como se presenta el mundo son incontables. Lo importante es que no hay una forma de expresarlo privilegiada, ni siquiera la ciencia, sino que, lo que sea  y como sea el mundo, igual que las costumbres y normas morales, hay que verlo a partir de las formas de expresión del lenguaje con el que nos referimos a las cosas. Habrá tantos mundos como lenguajes con los que nos expresamos.
La filosofía no tiene por supuesto que tratar de comprender la realidad, ni siquiera la forma lógica del lenguaje. Su misión es analizar los usos lingüísticos, ver las diferencias entre los diferentes usos, el valor de la misma palabra, en diferentes juegos de lenguaje. Una de sus propias tareas es aclarar los malentendidos que se producen cuando nos saltamos de un juego lingüístico a otro, al utilizar las palabras fuera del juego lingüístico al que se deben. Por ejemplo si digo “tengo estropeada la caja de cambios” todos pensarán que se me ha estropeado el coche, pero pocos me entenderán si quiero decir que me siento confundido.
Para W. los problemas  tradicionales de la filosofía responden a malentendidos de este tipo. Por ejemplo cuando indagamos qué es  el tiempo en sí mismo, cuando en el lenguaje corriente el tiempo es lo que respondemos mirando el reloj cuando alguien nos pregunta “¿Qué hora es?”, o cuando alguien nos pregunta “¿qué tiempo hace?”, ¿Cuánto tiempo queda para que suene el timbre?...etc. Por ejemplo preguntarse si tenemos alma no tiene sentido porque al hacerlo tomamos el alma como si fuera un hecho. Las cuestiones filosóficas no tiene respuesta en el lenguaje ordinario y por tanto según W. carecen de significado. En realidad no son problemas, sino falsos problemas, pues no se pueden resolver. Curiosamente una de las misiones más importantes de la filosofía es identificar y aclarar esos malentendidos que la misma filosofía provoca. W. piensa que, a pesar de todo, esos malentendidos y preguntas son inevitables, pues el hombre siempre tiene esa curiosidad, por lo que la tarea “terapéutica” de la filosofía es inacabable. La terapia no consiste en resolver el problema, ni tampoco dejarlo de lado, sino aclarar por qué se produce y como se produce, en vistas a disolverlo. “Se trata de enseñar a la mosca que ha caído en una botella a salir de ella mostrándole el camino”.
Pero los problemas filosóficos, aunque insolubles, tienen su propio valor: nos muestran los límites del lenguaje, los límites de lo que podemos decir y por ello pensar y conocer. No podemos conocer esos límites en sí mismos porque tendríamos que salirnos del lenguaje, pero podemos hacernos una idea de los mismos precisamente al confundirnos cuando nos extralimitamos en el uso del lenguaje, al “producirnos chichones” cuando chocamos con los límites del lenguaje.